Con la dimisión de Esperanza Aguirre como presidenta del Partido Popular de Madrid, pero no de la portavocía de su grupo en el Ayuntamiento de la capital de España, la llamada lideresa de los populares madrileños vuelve a situarse en la posición que más le gusta, es decir, la de pretendida representante de un espíritu de renovación que debe afectar a la estructura del PP en su conjunto. Cambios que a ella no deben afectarla para conseguir continuar en primera línea política, o por lo menos muy cercana a ella, a pesar de los más de treinta años que lleva viviendo de un cargo público.

Ha dicho Aguirre en numerosas ocasiones que de todos los nombramientos que ha propiciado y ordenado en los últimos años tan sólo dos le han salido rana. Ella sabe que esto no es cierto. Cualquiera que conozca, aunque sea de manera muy somera, el historial de imputados derivado del caso Gürtel en la Comunidad de Madrid no puede creerse el argumento de Aguirre de haberse enterado poco más o menos que por la prensa como tampoco su desconocimiento de lo que ha ocurrido durante casi 20 años. Lo que está demostrando el entramado de corrupción generado en las mismas entrañas del partido popular madrileño que vamos conociendo gracias a las investigaciones policiales es que durante veinte años se buscó una excusa para saquear las arcas públicas. Lo que la expresidenta del PP madrileño llama dos ranas en realidad era una ciénaga de corruptos y saqueadores de las arcas públicas que idearon un sistema político basado en la externalización de servicios públicos para llevarse comisiones a cargo de ello. Y la excusa fue el falaz pero pertinaz argumento de que el sistema público de protección social español creado por el PSOE en los años 80 y 90 del pasado siglo en cumplimiento de lo establecido en el artículo 1 de la Constitución Española no era sostenible. La realidad es que el Estado social se ha puesto en peligro cuando un tropel de mal autodenominados liberales llegaron a las instituciones públicas de Madrid y Valencia para privatizar todo lo posible con dos objetivos sin importarles las consecuencias desastrosas que ha tenido para el erario público. En primer lugar, para asegurarse un puesto de trabajo en las empresas privadas a las que se otorgaba concesiones de servicios públicos. El ejemplo más escandaloso fue el de la sanidad madrileña que los exconsejeros Javier Fernández Lasquetty o Juan José Güemes trataron de desmembrar con privatizaciones absurdas como los laboratorios o la lavandería de los hospitales para luego, en el caso de Güemes, ocupar un puesto de trabajo en una de las empresas a la que había cedido una de estas funciones.

En segundo lugar, lo que también se pretendió privatizando muchas de las funciones que durante decenios ejercieron los ayuntamientos y CC AA fue enriquecerse cobrando comisiones a las empresas beneficiadas. Es tal el número de alcaldes, diputados provinciales, concejales y altos cargos del PP madrileño y valenciano involucrados en casos de corrupción que podemos llegar a la conclusión de que la pertenencia al Partido Popular en estas dos regiones era una disculpa para hacerse rico.

No debemos olvidar que todas estas comisiones no disminuían los beneficios de los empresarios corruptos que se avenían al sistema de pagar mordidas. Elevaban el precio que cobraban a la Administración Pública por prestar el servicio, dinero que salía de las prestaciones por desempleo, por discapacidad o dependencia, de las pensiones y de la infrafinanciación de la sanidad o de la educación pública española. Es decir, de esa supuesta imposibilidad de mantener el Estado del bienestar.

Hace unos días el arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, afirmaba en un periódico de Valencia que la causa de la corrupción en España se debía a una quiebra moral de la sociedad. Nuevamente la jerarquía católica vuelve a confundir la causa con la consecuencia. Podemos asegurar al señor Cañizares que la inmensa mayoría de los valencianos saben distinguir lo propio de lo ajeno. Asociar que la corrupción ha surgido por el hecho de que la mayoría de la población no rige sus vidas por un código ético y moral católico anticuado y ausente de la realidad en muchos aspectos, no sólo supone tratar de engañarnos sino que al mismo tiempo desvía, de manera intencionada, la atención sobre los verdaderos culpables de la corrupción casi absoluta en que se ha movido el PP valenciano. Dado que los principales dirigentes y exdirigentes del principal partido conservador se declaran católicos practicantes e incluso miembros del grupo ultra católico Opus Dei vendría bien que el arzobispo de Valencia se dedicase a hacer proselitismo entre los miembros de su rebaño, sobre todo del séptimo mandamiento relativo a la prohibición de robar.

En las Comunidades de Madrid y Valencia durante las dos décadas de gobierno popular se creó un sistema que nos recuerda al que se instauró durante la dictadura franquista. Un grupo de dirigentes políticos consiguieron encumbrarse en lo más alto del escalafón social gracias al dinero de los contribuyentes formándose una nueva clase social: la de políticos que se aprovecharon del bien común para pegarse la gran vida pero que al mismo tiempo despreciaban la causa de su cómoda existencia.