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Carvajal, Prometeo de la poesía

Comentar un libro de Antonio Carvajal produce tanto placer como embarazo porque, junto a la fascinación que generan todo su despliegue poético y su abrumadora erudición, el sufrido reseñador se sabe pequeño y acomplejado y es consciente de que su análisis por fuerza ha de ser incompleto y hasta desatinado. Sin embargo, el gusto de leer a Carvajal bien vale la paternidad de algún error.

Ocios de la senectud. Así reza la contraportada de El fuego en mi poder (Hiperión), el último libro del poeta granadino. Y, en efecto, la obra, amén de otras cosas, es todo un divertimento en cuyo juego es Carvajal el primero que descaradamente se refocila. Al amparo de su experiencia y de su pasmoso dominio de los resortes poéticos, Carvajal malea el poema a su antojo, retoza con los metros (preciosa la balada dedicada al soneto), exhibe ostentosos e inteligentes juegos conceptuales o los enmascara, conquista la intertextualidad, escribe pero también pinta y esculpe. Se divierte.

En pocos libros de Carvajal como en éste se halla con tanta profusión la presencia del arte como elemento redentor y como inspiración. Así, si la Amazona de Écija ha salido victoriosa ante la muerte, así los versos de Carvajal se tornan también inmortales; si en un fresco de Pedro Garciarias unas flores hacia el cielo son ejemplo de «trémulos anhelos», así los versos buscan también su trascendencia; si el azul de las acuarelas de José Guerrero conquistan las sombras, ¿no es eso acaso el poema?; si los dibujos vegetales de Paco Lagares son las ramas que ofrecen soporte «al aire que se quiere pájaro», así los versos de Carvajal son mimbre para lo inefable. Otras veces deconstruye la obra que le inspira para adaptarla a la sencillez de sus anhelos vitales. Así, ante una exposición de Antonio Jiménez, probablemente la dedicada a su serie de grandes ríos, Carvajal le dedica una deliciosa oda al Genil y a su seco cauce, procedimiento que repite con el Lanjarón a partir del soneto CXLVIII del Cancionero de Petrarca.

Y es que la intertextualidad es también piedra angular del libro, desde el mismo título, extraído de un verso de Lope de Vega. Ya hemos mencionado a Petrarca. Pero hay ecos machadianos en sus evocaciones del agua, gongorinos en la «Elegía catanesa» y el juego llega a su culmen en la «Soledad enésima», que es ya un memorable fasto literario.

El paisaje es también un tema recurrente. En «Paisaje, evocación?», Carvajal crea delicadas estampas que podrían perfectamente constituir glosas o ampliaciones de cualquier haiku japonés; y en «Herencia del paisaje», el paisaje de su infancia está ya sólo en la memoria y en las paletas de los pintores, pero también en sus esencialidades, estas sí, perpetuas.

Además de la amistad y el amor, el poeta se preocupa también de los desahuciados por la vida o a las injusticias, como el poema dedicado a Mariana Pineda. Es insuperable la serie de tres poemas sobre los inmigrantes arribados a las costas de Sicilia, que el poeta construye como un genial palimpsesto de las Soledades gongorinas, aunque en el primero de ellos le reprocha al tardogongorismo su oscuridad cuando el tema de marras no puede (no debe) admitir paliativos retóricos.

El libro termina con el crescendo musical de su «Concerto grosso», que es el colosal colofón de bombo y platillo grande para un libro sencillamente perfecto.

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