Ya han pasado 35 años desde aquel 23 de febrero de 1981, cuando en el Congreso de Diputados habíamos empezado la votación la investidura para presidente de Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo, por la dimisión del inolvidable Adolfo Suárez. El ambiente político estaba muy enrarecido. La economía y el terrorismo ahogaban a la sociedad. Estamos, ahora en otro proceso de investidura donde aflora una enorme inquietud por el paro existente, la crisis europea y la todavía no consolidado crecimiento económico y una decidida ruptura de la Constitución Española que afecta a nuestros 500 años de historia juntos y a «la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles».

Hoy como entonces la solución mayoritariamente demandada es una coalición suficiente para gobernar en la dirección marcada por Europa. Entonces para Solchaga, PSOE, «la única vía era la política acolchada de una seria coalición» y para Ramón Tamames, miembro destacado del PC, había llegado a sugerir la misma idea de «un gobierno gestor, de amplio espectro». No se hizo esa coalición demandada, por la peculiaridad exigida, y un sector radical intentó el primer golpe militar a la recién nacida Constitución. Recordar aquel interminable día para no repetirlo puede ser un buen ejercicio para los que no habían nacido. Ya lo contábamos en este mismo diario hace 10 años. Aquel 23 de febrero, de improviso, se abre violentamente la puerta de entrada al hemiciclo que está a la izquierda de la Presidencia y justo al lado y debajo de la tribuna de prensa y entra un guardia civil, con su tricornio y una pistola en la mano, al que le siguen otros. El primer pensamiento fue que eran terroristas. Pero inmediatamente Antonio Gómez Angulo, diputado por Almería que se sentaba junto a nosotros, comentó en alta voz: «Es Tejero el del Galaxia». Esto nos tranquilizó un poco. Al menos no nos asesinarían. Había un murmullo en la Cámara que iba en aumento. Comenzaban a entrar por los pasillos de la parte alta del hemiciclo más guardias civiles armados.

«¡Quieto todo el mundo!», gritaba Tejero mientras subía a la tribuna donde estaba Landelino Lavilla. Abajo, junto a la mesa de los taquígrafos del Congreso, varios guardias civiles, frente a nosotros, mantenían sus subfusiles, prestos a disparar, con una mano cerca del gatillo y apoyado el cañón sobre el otro brazo. Observábamos atónitos lo que estaba ocurriendo como espectadores de primera fila. Miraba hacía Asunción Cruañez y a Antonio García Miralles y a otros compañeros amigos del hemiciclo. Y nos dábamos ánimo con la mirada. Estábamos tejiendo una tela de araña con nuestras miradas que se entrecruzaban entre todos los diputados, por la que nos transmitíamos ánimo, tranquilidad y sosiego, que siempre mantuvimos. Allí, en aquel momento, no había ni PC ni PSOE, UCD o Alianza Popular, PNV, CIU o Euskadiko Ezkerra. En aquel momento, tuvimos tiempo para pensarlo, nos sentíamos sólo representantes del pueblo, de la soberanía popular que se quería secuestrar. Éramos, realmente, el pueblo español de una Nación unida por una Constitución que nos habíamos dado todas las fuerzas políticas que estaban secuestradas en el recinto del Palacio del Congreso.

Ahora la ruptura de nuestra Nación viene amenazada desde dentro, es institucional. Los políticos separatistas catalanes, aprovechando el caldo de cultivo que durante muchos años han ido creando en la sociedad catalana, con la excusa y a cambio de la gobernabilidad de la Nación han conseguido avanzar lo suficiente y para apercibirnos de la posibilidad de un nuevo asalto a la Constitución Española, sin necesidad de acudir al Congreso de Diputados con pistolas ni soldados sino con el engaño y pretensión de decidir con palmaria suplantación de la soberanía nacional que solamente reside en el pueblo español, mediante una simple consulta, la secesión de España de Cataluña. Y dejar la puerta abierta a la desmoronación de la Nación en pequeños reinos taifas, cuyo final también conocemos por nuestra historia.

Recordemos, una vez más, en este 35 aniversario del 23-F, unas breves pinceladas de lo acaecido, aunque sólo sea a vuela pluma. Al no acallarse los rumores, un guardia Civil grita «¡Que se callen coño!». Otro empuñando la metralleta para disparar mientras grita «¡Todo el mundo al suelo!» y aprieta el gatillo y comienza a salir una ráfaga de disparos que van pegando en el techo. La Guardia Civil había sacado del hemiciclo a Suárez, a Felipe González, al General Gutiérrez Mellado, a Rodríguez Sahagún -era el ministro de Defensa-, a Santiago Carrillo y a Alfonso Guerra. Blas Piñar, de Fuerza Nueva, no se movió de su escaño. Se nos lee el bando de Miláns del Bosch, Capitán General de Valencia. Y sólo faltaba conocer quien sería la autoridad, «por supuesto militar» que iba a llegar al Congreso, según nos anunciaron. Pasó bastante tiempo. Varias horas. La autoridad militar no venía, pero se dejaron ver por el hemiciclo del Congreso a Ricardo Pablo Zancada de la DAC Brunete y al Capitán de Navío Camilo Menéndez, consuegro de Blas Piñar, uniformados. Querrían mantener bajo mínimos la moral de los secuestrados. De vez en cuando se oía, también, un ruido fuerte de pisadas, como de soldados en formación, marcando el paso, y enseguida un grito de: ¡Viva la Guardia Civil! Y varias voces al unísono ¡Viva! La primera vez impresionaba, pero ya después, éramos conscientes que el golpe había fracasado. ¿Qué haría Tejero? De pronto entran varios guardias civiles con sillas que empiezan a romper y a sacar la estopa de los asientos y las empiezan a poner sobre la mesa de los taquígrafos, con la clara intención de prenderle fuego. Así lo dicen. Se había rumoreado que los GEOS iban a entrar, a pesar de estimar que habrían varios muertos entre los diputados. Como temían que fueran a cortar la luz, querían mantener esa hoguera encendida que diera luz al hemiciclo y vigilarnos a todos. Varios ministros y diputados les gritaron: «¡Si le prendéis fuego moriremos todos achicharrados! Es una locura... Todo es de madera de teca, muy seca y antigua, que arderá y el fuego prenderá enseguida a todo el Palacio de Congresos». A esos gritos desistieron. Y la tranquilidad volvió a nosotros. Ya sabíamos por una médico de la UCD que entraba y salía, que el golpe había fracasado y que el Rey iba a dirigir un mensaje a la Nación. Era evidente que el golpe había fracasado pero no sabíamos que iba a ser de nosotros.

Al final Tejero se rinde. El golpe ha fracasado. Sobre las once de la mañana el Teniente Coronel Tejero, después de muchas entradas y salidas al hemiciclo, en alta voz y dirigiéndose al presidente del Congreso Landelino Lavilla le dice: «Ya pueden salir esos». El presidente le respondió, ya con su voz segura y autoritaria de una sesión normal: «Si no le importa mi Teniente Coronel es esta Presidencia la que ordena cuando tienen que salir los señores diputados». Tejero, que no le había hecho caso alguno desde que entro con su pistola en mano, se cuadra frente a él militarmente, da un fuerte taconazo, le saluda llevándose la mano al tricornio y le dice: «A sus órdenes señor presidente» y se sale del hemiciclo. Es entonces cuando el presidente del Congreso dirigiéndose a nosotros dice: «Pueden salir los señores diputados: primera fila€, segunda fila€». Pero la salida del hemiciclo fue impresionante. Desde la puerta del hemiciclo hasta la puerta del patio habrá unos 60 metros. Fueron unos metros larguísimos. Teníamos que recorrerlos por un estrecho pasillo de un metro de ancho que nos habían dejado libre los guardias civiles que con sus fusiles y pistolas en la mano, hombro con hombro y, algunos, con lágrimas en los ojos, quietos como estatuas, bordeaban los dos lados de ese estrecho camino que cubría una alfombra roja. Todos pasamos entre ellos. Era como la escena de Los últimos de Filipinas, pero al revés. La gente se agolpaba en la calle. Todos se felicitaban de que hubiese acabado felizmente. Recordar para no volver a empezar. Nos va mucho en ello.