Es de sobra conocida la historia del perro que, tras perder su cola en un accidente, comenzó a ser atacado por los otros canes porque ya no podía comunicarse correctamente con ellos.

De forma similar, las personas podemos obtener respuestas absolutamente satisfactorias, o bien, enormes rechazos, en función del modo en que nos expresamos.

Curiosamente tendemos a centrarnos en el qué, mucho más que en el cómo. Cuando analizamos las causas de una discusión, solemos prestar atención a quién tenía razón. Creer que estamos en lo cierto y no lograr, pese a ello, que nuestra verdad sea comprendida o aceptada por el otro nos desespera.

Sin embargo, lo que realmente se transmite en la comunicación entre personas cercanas son afectos y emociones. No tanto ideas. Los sentimientos, muchos de ellos expresados con gestos y demás comunicación no verbal (como el tono, el timbre y el volumen de la voz), se procesan de forma inconsciente, y acaban provocando reacciones en el mismo tono emocional sin pretenderlo. Es difícil que nos den la razón, aunque la tengamos, cuando, empleamos un tono ofensivo.

Analizándolo con detalle encontraremos que, pequeñas variaciones en nuestra forma de expresarnos, aparentemente insignificantes, lograrían efectos increíbles. En esta línea, investigadores de la Universidad de Stanford manifiestan que, con sólo modificar dos palabras de nuestro vocabulario, podríamos ser mucho más exitosos en nuestra vida. Concretamente sustituir «pero» por «y» lograría ya enormes cambios. Imaginemos que nos vemos tentados de decir: «Quiero ir al cine, pero tengo que trabajar». Si en un caso así, hiciéramos la siguiente sustitución: «Quiero ir al cine, y tengo que trabajar», nuestros niveles de ansiedad descenderían considerablemente.

De igual modo, cambiando el «tener que» por «querer», lograremos transformar en elecciones interpretaciones desagradables de hechos. Y no nos estaríamos engañando, porque lo cierto es que existen muy pocas situaciones en las que efectivamente estemos inexorablemente obligados a hacer algo.

Desde la tradición budista, se considera casi sagrado el poder de la palabra. Según esta filosofía, al pronunciar algo, de algún modo, lo creamos. Le damos una entidad verdadera. Y a partir de ahí, queda definido el rumbo de los futuros acontecimientos. Frecuentemente barajamos posibilidades en nuestro pensamiento: «Sería bonito comprometerme con esta persona», «tal vez, algún día tenga un hijo», «quizá esta relación no me hace feliz». Sin embargo, pronunciarlas sin haberlo meditado suficientemente puede llevarnos a un lugar que no deseábamos. Hagamos pues buen uso de nuestra libertad para expresarnos.