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Confundidos

Por lo menos desde el 20 de diciembre, fecha de aquellas problemáticas elecciones generales (problemáticas por sus resultados), me he encontrado en conversaciones sobre cosas que tienen que ver con alianzas posibles, dimes y diretes y futuros previsibles para el gobierno, el país y sus diversos actores políticos. En general, si alguien me preguntaba por el asunto era porque ya tenía una idea al respecto y estaba esperando la ocasión de transmitírmela, cosa que yo aceptaba en mi afán de acabar enterándome de qué iba (y va) el lío aquel. Confieso que también he asistido a conversaciones amigables en las que he aprendido todavía más... sin por ello haber logrado aclararme. Explico el por qué de mi fracaso.

Se supone que uno comienza a tratar de estos temas partiendo de los hechos constatados, sean o no deseables. Desgraciadamente, una cosa es desearlo y otra conseguirlo. Bastaba tomar los titulares de periódicos de diverso pelaje para darse cuenta de que no era tan evidente qué había sucedido realmente. Sí, cierto, había habido elecciones y los resultados eran los que eran, pero a partir de ahí la confusión se iniciaba.

La primera fuente provenía de confundir lo realmente sucedido y constatable con las intenciones que podían tener los diferentes actores implicados en las negociaciones. Qué pretendía Fulano era siempre materia opinable ya que no se sabía a ciencia cierta. Ni siquiera en el caso de que el susodicho lo hubiera dicho explícitamente uno tenía que tomar sus frases en sentido literal ya que podía ser que no fuese una frase dirigida al público en general sino a miembros de su partido (o de otro partido) para que actuaran en consecuencia.

Item más. Podíamos saber que se habían producido determinadas negociaciones y hasta con determinadas intenciones (porque podía haber quien negociaba precisamente para que no se produjese tal negociación), pero no sabíamos nada de las más que probables negociaciones sin luz ni taquígrafos, en domicilios particulares y sin que sus resultados fuesen dados a conocer en ningún momento.

Los que carecíamos de información sobre los tres puntos anteriores, es decir, no podíamos separar noticias verdaderas de noticias falsas, desconocíamos las intenciones reales de los participantes y, por definición, no podíamos saber nada de las negociaciones secretas, teníamos una solución muy frecuente para hacernos una opinión: arrimar el ascua a la propia sardina. Esta última podía ser la ideología o, más probablemente, la simpatía hacia unos u otros. En uno y otro caso, los datos, las intenciones y las suposiciones (el ascua, según el dicho) se escogían en la medida en que encajaban con las propias preferencias que, obviamente, a partir de ese momento serían defendidas con entusiasmo convirtiendo las suposiciones y las lagunas en hechos incontrovertibles. Triunfo, al final, del dogmatismo, que es mal consejero en condiciones como las que estamos sufriendo.

De todos modos, esa confusión entre hechos, intenciones y significados (lo del ascua que he dicho) se producía en las mejores familias. Quiero decir en las tertulias. Por lo menos en las que yo seguía devotamente todas las noches (menos los abundantes días que hay fútbol).

Los más viejos del lugar recordarán un programa televisivo (La Clave) en el que se proponía un tema para que determinados expertos en el mismo lo discutieran sosegadamente, bien lejos de lo que fue aquel horror del programa Tómbola en la todavía extinta televisión valenciana. Las pocas tertulias que he comenzado a ver en televisión, las he tenido que dejar cuando han comenzado a quitarse la palabra unos a otros llegando a hablar a la vez tres contertulios sobre tema que no sé si dominaban como los participantes con Balbín.

Me estaba refiriendo a tertulias radiofónicas que voy recorriendo mientras recuerdo lo que fue La Linterna de allá los años 80, cuando la COPE todavía era una emisora «progre» y cuando los contertulios hablaban de política, pero en un sentido diferente al que he estado intentando describir: lo fundamental era que cada cual, desde su perspectiva, procuraba aportar información que hiciese comprensible la actualidad, sea porque añadía aspectos, sea porque hacían ver sus antecedentes. No es que aquello fuese Arcadia. Baste recordar cómo se insultaron Emilio Romero y Carlos Carnicero, ambos despedidos de inmediato. Como ahora, que insultan a ausentes y les suben el sueldo.

Las negociaciones han sido, encima, emborronadas por intentos de que no pudiésemos entender qué estaba sucediendo ni qué nos jugábamos, ni qué significaba que, si nos habíamos equivocado votando, los elegidos nos devolvieran la pelota por si acertamos esta vez.

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