El arquetipo de la resistencia a la tentación lo inmortalizó Odiseo, el Ulises latino, que atraído fatalmente por el dulce canto de las sirenas, en un acto de racionalidad previsora, decide amarrase al mástil de su barco para no sucumbir y poder atravesar con éxito el peligroso estrecho de Mesina, mientras el Etna vomitaba fuego. En el adeene de las constituciones democráticas y pluralistas está presente la enseñanza de Odiseo, pues una Constitución así concebida no sólo es válida para tiempos de normalidad, sino también para que prevalezca en tiempos turbulentos, como los que nos toca vivir.

Si algo está en la diana, a raíz de la desorganización y la desigualdad social que la crisis global arrastra consigo, es, precisamente, la Constitución pluralista, a la que se acusa de incumplir sus promesas, para reclamar, en su lugar, alternativas autoritarias, populistas, hipernacionalistas o identitarias. Lo estamos viendo por todas partes. La cuestión, sin embargo, no es que las Constituciones no puedan cambiar y adaptarse a las nuevas circunstancias: el problema radica en que la entera Constitución sucumbe si los principios y los valores sobre los que se sostiene no son defendidos firmemente y en voz alta.

Por eso, es una mala noticia que los líderes europeos hayan cedido a las presiones populistas del Reino Unido, incumpliendo los principios y las reglas por las que se rige la UE, un orden constitucional que se presume en ciernes pero que está cada día más a la intemperie. Cuando se incumplen sistemáticamente reglas, como las del asilo o la acogida al refugiado, como calamitosamente sucede, no hay que albergar esperanzas respeto al futuro de una Unión integrada en torno a valores civilizatorios. En el caso de las concesiones al Reino Unido, no sólo se han vulnerado reglas, como que el Consejo Europeo pueda imponer decisiones que no son de su competencia, sino que se vulneran principios consagrados en el Tratado, como el de no discriminación de trabajadores comunitarios por razón de su nacionalidad.

Los ataques a principios constitucionales se producen también en el plano interno. Es el caso de las condiciones que, por ejemplo, plantean en España partidos como PODEMOS para formar gobierno. Revestidas con ropajes pseudodemocráticos y falsamente moralistas, la intención que albergan es precisamente reventar principios básicos de orden constitucional. Me refiero a temas tales como el referéndum de autodeterminación (o «el derecho a decidir», que es la misma cosa), o la propuesta de un referéndum revocatorio a la venezolana. Pero lo más preocupante, si cabe, en este orden de cosas, es la propuesta de creación de un superministerio de la moralidad con capacidad para, en nombre de la transparencia y de acabar con la corrupción, someter al resto de los poderes y perseguir a su antojo. Aquí, lo que está en juego es el principio de «quién custodia al custodio». Atribuir esta estrafalaria competencia al Ejecutivo, que por definición es el poder que más debe ser vigilado y controlado, supone una alteración completa del orden constitucional de principios. Todo poder, todo sector de la administración, debe tratar de ser transparente; pero en el orden constitucional, la vigilancia del delito o de la corrupción debe encomendarse, en lo político, al Parlamento, y en lo jurídico, a la Justicia y a una fiscalía especializada e independiente.

La firmeza en los principios es lo único que puede anclar la convivencia en tiempos turbulentos. Una firmeza que no se nos regala sin esfuerzo. Es tarea colectiva.