No sé qué está pasando últimamente en este país pero hay cosas de difícil comprensión. No sé si es que los que fuimos jóvenes en los 80 y oíamos en la radio cosas como lo de «yo, voy a ser mamá, voy a tener un bebé, le enseñaré a vivir de la prostitución, le enseñaré a matar, voy a ser mamá» en boca de Almodóvar andamos pasados de vueltas, pero me chirría ver estos días en la tele a Rita Maestre ante el juez por haber «asaltado» junto a otros jóvenes la capilla del campus de la Universidad Complutense defendiéndose y pidiendo perdón por decir «me cago en dios» delante del sagrario para evitar nada menos que el año de cárcel que le pide el fiscal. Como también asistí alucinada a la decisión de un juez de tener cinco días en prisión, cinco días nada menos, a los dos titiriteros de Madrid por una supuesta apología del terrorismo de uno de los muñecos. Y también me tiene perpleja la autocensura de programadores teatrales que están dejando de contratar a grupos polémicos o incómodos para evitarse follones.

Es verdad que algunos lo ponen facilito, como la concejala de Alicante Marisol Moreno que no debió escarmentar tras su paso por los juzgados por decir que el rey Juan Carlos era un asesino (de elefantes se supone) y que ayer volvió a mostrar su descontrol verbal al acusar al anterior equipo de gobierno del PP alicantino de haber celebrado sus juntas de gobierno en un club de alterne, lo que posiblemente la vuelva a llevar a los tribunales. Es evidente que la «profanación» de la capilla de la Universidad, la obra de títeres en la que violaban a una monja y colgaban a un juez o las declaraciones de la concejala alicantina son de mal gusto, chabacanas y posiblemente indignas de cargos públicos como ocurre en el caso de Maestre y de Moreno, pero que los tribunales, que no dan abasto para atender casos serios, se utilicen para castigar la mala educación, el desenfreno verbal o las provocaciones de juventud de los opositores políticos, se parece mucho más a la censura que a la justicia.