El 16 de febrero de 1936, con una segunda vuelta el día 23 en aquellas circunscripciones donde la lista más votada no había alcanzado el 40% de los sufragios (las tres provincias vascas, Castellón y Soria), hubo elecciones generales en una España donde las derechas habían vencido holgadamente en noviembre de 1933, gracias en buena medida al voto femenino que se aprobó el 9 de diciembre de 1931. La II República en mayo de ese año había sacado adelante una reforma de la Ley Electoral que propiciaba el derecho de sufragio pasivo para las mujeres por el que podían ser candidatas pero no votantes. En los comicios de junio del 31 salieron electas sólo tres, menos del uno por ciento del total de escaños que era de 470, Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken. Salvo la primera, firme defensora del sufragio femenino, las otras se negaron en rotundo a concederle el voto a las mujeres. Kent manifestó que «la falta de madurez y de responsabilidad social de la mujer española podía poner en peligro la estabilidad de la República, ya que un porcentaje muy elevado, antes de votar, lo consultaría con su director espiritual». Por su parte Nelken había dicho: «Poner un voto en manos de la mujer es hoy, en España, realizar uno de los mayores anhelos del elemento reaccionario».

Pero volvamos a febrero del 36. Por increíble que parezca, el Gobierno nunca dio a conocer el resultado oficial de los comicios. Las listas abiertas propiciaban votar a candidatos de distintas formaciones lo que retrasaba el escrutinio pero la tensión que vivía España propició que hubiera claros síntomas de pucherazo en distintas provincias como no dudó en atestiguar con ejemplos el expresidente de la República Niceto Alcalá Zamora en declaraciones al periódico suizo Journal de Genève publicadas el 17 de enero de 1937. También resulta elocuente consultar al respecto la carta del 19 de marzo de este 1936 que Manuel Azaña le envía a su cuñado Cipriano Rivas Cherif.

Estudios recientes se atreven a dar unas cifras que difieren poco de otras anteriores pero que otorgan un mayor número de papeletas a la derecha. Así, sobre un total de 9.715.639 votos escrutados, los derechistas habrían logrado 4.511.031 sufragios, el Frente Popular de izquierdas 4.430.322 y los centristas 682.825, siendo 91.461 los votos nulos o en blanco. Sin embargo, una estimación oficiosa había concedido un 47,3% a las izquierdas, un 46,4% a las derechas y un 6'8% al centro. Al primar de manera destacada en la ley electoral la lista más votada, el Frente Popular obtuvo finalmente una victoria amplia con 263 diputados por 156 de la derecha y 54 del centro. La mayoría de los historiadores estima que la diferencia de votos entre el Frente Popular y las formaciones de derechas, a tenor de los recuentos de votos de los candidatos de ambos, oscila entre 150.000 y 175.000 a favor del primero.

En Alicante el triunfo frentepopulista fue rotundo, consiguiendo en la capital el 80,7% de los votos mientras a nivel provincial se redujo al 52,2%, participando el 73% del electorado, porcentaje muy similar al total de España. En unos tiempos de furibundo anticlericalismo, hubo quienes celebraron esa victoria izquierdista de un modo harto deleznable, saqueando el 20 de febrero las iglesias de San Nicolás, Santa María y la Misericordia, e igualmente asaltando las sedes de los partidos de derechas, del Círculo Católico y la Cámara de la Propiedad, entre otros. Tampoco se libraron la redacción y talleres de los periódicos Diario de Alicante, El Día y Más que fueron destrozados.

Algo similar sucedió en Elche donde en la tarde noche de ese mismo 20 de febrero fueron asaltados y quemados la basílica de Santa María, iglesias de El Salvador y San Juan, convento y capilla de las Clarisas, Casino, Acción Cívica de la Mujer, Cámara de la Propiedad Urbana, Círculo Agrario, Partido Republicano Radical, Derecha Ilicitana, Partido Republicano Independiente y otras sedes de entidades varias de tinte conservador.

Mi abuelo, Joaquín Santo García, un histórico del republicanismo moderado ilicitano, era el alcalde. Había pertenecido al Partido Radical pero al estar este inmerso en el escándalo del estraperlo, en enero se afilió al Partido del Centro Democrático que acababa de fundar el entonces presidente del Consejo de Ministros Manuel Portela Valladares el cual había sustituido semanas atrás en este cargo al torrevejense Joaquín Chapaprieta Torregrosa. Pues bien, las turbas amenazaron con matarlo. Con su mujer gravemente enferma de un tumor cerebral que la dejó ciega, tuvo tiempo de huir en coche a Alicante, alquilando una casa en la calle Segura número 9 donde moriría mi abuela el 22 de agosto a los cincuenta años. Su vivienda de la Corredera fue saqueada, destrozado el mobiliario y desapareciendo cuadros, libros y otros objetos de valor. Localizado en 1937, fue encarcelado aunque pudo salvar la vida.

Todo lo narrado resulta tan veraz como pura y dura memoria histórica aunque sea con minúsculas. Del estado de crispación que se vivía y presagiaba lo que ocurriría cinco meses después, baste reproducir literalmente de la prensa alicantina de izquierdas, unas frases pronunciadas por Francisco Largo Caballero, el «Lenin español», en un mitin celebrado en el teatro cine Monumental de nuestra capital el 26 de enero de 1936: «Pero con el triunfo de las derechas, no hay remisión. Tendríamos que ir forzosamente a la guerra civil declarada. Y no se hagan ilusiones las derechas y no digan que esto son amenazas. Esto son advertencias. Y ya sabéis que nosotros no decimos las cosas por decirlas».

Si la historia sirve para aprender de los errores del pasado y así no reincidir en los mismos, apoyémonos en la sensatez para que ni por asomo vuelvan a suceder cosas como las acaecidas hace ahora justamente ocho décadas.