Vivimos una época de aparente falta de normalidad en buena parte de nuestro entorno. Es como si las normas que habían servido hasta la fecha para regular nuestra convivencia, se hubieran visto de pronto sobrepasadas por una serie de situaciones imprevistas y de acontecimientos sorprendentes (cuando no directamente disparatados). Candidatos a Presidentes autonómicos que van en el número cuatro de la lista electoral. Llamadas a la desobediencia civil efectuadas, no desde grupos revolucionarios que reniegan del sistema, sino desde los propios cargos públicos institucionales. Aspirantes a la Jefatura del Gobierno central que renuncian a ser propuestos para la sesión de investidura y que, al mismo tiempo, manifiestan seguir aspirando a ocupar dicho cargo. Líderes minoritarios que pretenden aglutinar en su persona amplias mayorías sociales. Formaciones políticas que, tan pronto se presentan como un proyecto único como se disgregan en varios grupos parlamentarios. Contundentes líneas rojas en período de negociaciones que, repentinamente, se difuminan en virtud de unas estrategias poco claras, por no decir oscuras.

Dentro de este escenario convulso, son muchas las voces que anhelan encontrar en las leyes la respuesta a estos sucesos de nuevo cuño y de difícil explicación que se acumulan día tras día. Incluso hay quienes, no hallando en las normas la solución precisa a esta coyuntura que nos está tocando vivir, optan por recurrir al argumento de que nuestro ordenamiento jurídico es deficiente. Sin embargo, en mi opinión, no existe ningún vacío flagrante en nuestra Constitución ni tampoco lagunas sonrojantes en la legislación española. Lo que constato es una patente ausencia de categoría en nuestros líderes, unida a unos planteamientos torticeros y a unas estrategias partidistas provenientes de las formaciones a las que representan. En definitiva, no necesitamos más leyes sino mejores dirigentes.

Pero, más preocupante aún que todo lo anterior, es la carencia de un rumbo claro de nuestra sociedad. No es sólo que no se sepan abordar los grandes problemas de nuestro tiempo -crisis económica, precariedad de derechos, corrupción, terrorismo, educación, falta de medios a la hora de impartir justicia, etc.-, sino que ni siquiera existe un planteamiento común sobre cómo comenzar a trabajar en serio para revertir esta tesitura que atormenta a gran parte de la ciudadanía. ¿Queremos ser un Estado Federal? ¿Preferimos retornar a fórmulas más cercanas al modelo centralista? ¿Qué hacemos con el Senado? ¿Cómo abordamos el diseño de la Administración Local? Incluso, trascendiendo nuestras fronteras, ¿hacia dónde va la Unión Europea? ¿Seguimos soñando con el proyecto de los Estados Unidos de Europa? ¿O reafirmamos las soberanías nacionales y ponemos freno a las ansiosas exigencias que emanan desde Bruselas?

Esa falta de un plan firme y diáfano que resuelva los problemas y responda a las dudas nos impide centrarnos en lo realmente importante. Nos movemos a ciegas. Estamos perdidos. A la postre, al ciudadano le es indiferente si sus conflictos tienen su origen en el Ayuntamiento, en la Diputación Provincial, en el Cabildo, en el Gobierno Autonómico, en el Ejecutivo Central o en la Troika. Lo que quiere son soluciones que redunden en su calidad de vida. Lo que exige son unos servicios públicos eficaces y de nivel. Lo que necesita es que sus derechos se hagan efectivos. Por el contrario, choca una y otra vez contra unas altas esferas que se pierden en disquisiciones absurdas sobre asuntos como el ficticio derecho a decidir, el galimatías competencial entre las distintas Administraciones y la pugna entre sus organigramas. Mientras no se arbitre un modelo que concite cierta unidad y que agrade a una mayoría social, será imposible afrontar con éxito los asuntos de fondo y avanzar hacia un futuro mejor para todos.