Mientras el apolíneo Sánchez se afana convulsamente en buscar aliados que le permitan formar gobierno y de paso justificar su razón de ser ontológica, su furtiva presencia por el mundo de la alta política, el pueblo sigue afanándose por ir a comprar el pan una vez al día; asistir al evento deportivo de sus hijos una vez a la semana; asomarse a la ventanilla del banco para pagar su hipoteca una vez al mes; visitar al peluquero una vez cada seis meses; cumplir con la voraz oficina de tasas e impuestos una vez al año; y, finalmente, agotadas sus posibilidades de un mundo mejor en una sociedad sin clases, asistir al psiquiatra virtual una vez cada cinco minutos. No hablamos de cuestiones baladíes impropias de sociedades adultas, no: tanto la política como las cosas cotidianas tienen mucho que ver entre sí. En tiempos de la denostada y ominosa Transición se tenía muy en cuenta el precio del pan; no abrasar al pueblo con más impuestos; o no verte obligado a firmar la hipoteca en el banco junto a una foto «post mortem» en la que se veía al director desahuciándote junto a la familia. ¿Los psiquiatras? Sólo los conocían quienes habían visto «Recuerda» de Hitchcock o viajado a «Villa Freud» en Buenos Aires.

Hoy las cosas han cambiado y nuestros emergentes políticos tienen preocupaciones más graves en qué ocuparse. Y no crean que son el pan nuestro de cada día, la hipoteca, el colegio de los niños o bajar los impuestos (el psiquiatra es ineludible, bien en la modalidad presencial con diván acompañado de Jung y Adler -Freud está anticuado-, o en la sufrida versión de consultas en internet). Algunos ayuntamientos, regidos por la nueva casta, se han embarcado en solucionar los verdaderos problemas que angustian a la ciudadanía. ¿Cuáles son esas preocupaciones que no pueden esperar un solo segundo? Acompáñenme.

Los asuntos que preocupan al pueblo hasta producirle ansiedad psiquiátrica on-line, episodios de zozobra furtiva y estados de depresión cercanos al suicidio retórico (¿o es conceptual?) son otros; y muy graves, por cierto. De ahí que los nuevos políticos, solos o en compañía de otras, se desvivan en resolverlos. Y lo hacen con ese aire de cercanía que proporciona el uniforme de combate populista: camisa arremangada «¡manos a la obra!»; despecho absoluto por la peluquería, ni tan siquiera cada seis meses; transporte en bicicleta el primer día para la foto (ahora, 40 diputados de Podemos cogen la tarjeta de 3.000 euros para taxis); y, finalmente, un aire de superioridad ética e intelectual al haber tenido el privilegio de leer en exclusiva «La ética de la razón pura» de Kant mientras el populacho debe conformarse con «La crítica de la razón pura».

Pero vayamos a los problemas reales, los que importan de verdad. En algunas ciudades españolas, sobre todo Madrid, no hay otra preocupación ciudadana que quitar el nombre de calles y plazas relacionadas con el franquismo y la Guerra Civil; eso sí, vista desde un solo lado. Hace varios meses les alertaba a ustedes dos con la inquietante noticia de que circulaba -no en bicicleta- por Madrid una lista para que la ciudad quedara definitivamente limpia, no de la inmensa suciedad y basura que la mortifica, no, sino de la porquería intelectual y estética que supone ver rotuladas sus calles con el nombre de cientos de franquistas irredentos, golpistas innombrables, enemigos de la inocente y gloriosa Segunda República. Dicho y hecho. El docto gobierno de Ayuntamiento madrileño y sus nuevas dirigentas se pusieron manos a la obra para encargar a la ¿Cátedra de Memoria Histórica? de la Complutense de Madrid la redacción de un listado con nombres malditos. Según El País, en esa siniestra relación aparecen, entre otros muchos, nombres tan peligrosos para la salud democrática como el de Salvador Dalí, desconocido pintor de brocha gorda; Santiago Bernabéu, cuyo estadio de fútbol aterroriza a quienes lo visitan; «Manolete», torero; Concha Espina, ilustre literata española que al ser mujer es mejor ocultarla bajo el silencio del feminismo de salón; Gerardo Diego, Premio Nacional de Poesía en 1925 y Premio Miguel de Cervantes en 1979, poeta de la «Generación del 27» (¿sabrán estas intelectualas modernas, lectoras de la «Ética de la razón pura», que es la misma generación de García Lorca, Alberti o Aleixandre?, no); o el dramaturgo Pedro Muñoz Seca, autor de «La venganza de Don Mendo» (una de las cuatro obras más representadas del teatro español de todos los tiempos), asesinado en Paracuellos por unos demócratas republicanos. En fin.

Según los nuevos centuriones y centurionas de nuestra moderna casta política los urgentes problemas que atenazan al pueblo no son el paro, la corrupción, la hipoteca, los desahucios o la exclusión social, no. Para ellos y ellas, además de mejores sillones, cargos, ministerios y subvenciones, la prioridad es cambiar urgentemente el nombre de las calles para que la peste del franquismo no infecte al pueblo; oscurecer la Navidad y los Reyes Magos para que la religión católica -sólo esa- no alumbre la ilusión de los niños (es más didáctico unos títeres ahorcando a un juez o violando a una monja); o prohibir que la banda municipal de música participe en actos de carácter religioso (eso sí, canjeable por festejos taurinos; qué más da). ¿Es eso memoria histórica? ¿O es rencor, odio, intolerancia, demagogia, revanchismo y adoctrinamiento? Quizá la respuesta sea más sencilla: ignorancia. Leer, educarse en la cultura, requiere un pequeño esfuerzo. Y mejor acompañado por la banda municipal de música.