Cuando era pequeño, igual de bajito que ahora pero con menos edad, solía colarme en casi todos los circos de titiriteros que llegaban a mi pueblo, Elda. Tengo en la retina uno especialmente y no sé explicarles porqué. Yo debía tener unos seis añitos, o sea hace más de cuarenta años, y era otoño. El circo, por llamarlo de alguna forma, era una carpa rectangular como la que colocan en algunas bodas. Ese día llovía a cántaros, y como siempre me aposté en la puerta con cara de niño bueno a ver quién me colaba. O a esperar que el portero, vestido con un traje viejuno de aposentador nos dejase entrar a la chiquillería que en la puerta aguardábamos.

Recuerdo aquella imagen como si fuera de ayer mismo. El agua entraba por muchos sitios de aquella lona blanca. En el suelo, las sillas mal aguantaban el barrizal. Y el show comenzó. El presentador tenía un acento, pero no acabo de recordar de dónde. Iba dando paso, ahora al mago con trucos de tres al cuarto, ahora una flor, ahora un conejo raquítico. La trompeta y el organillo amenizaban aquella estampa digna de Fellini. Y como no, los payasos. Unos trajes demasiado grandes que valían para quién se los pusiese. Dos narices postizas y mimo. Alguna voz. Alguna palabra con acento. Y risas, muchas risas, sobretodo de los niños que allí, de pie, y por los laterales, aguantábamos alguna gotera.

Todo eso ha cambiado. Pero a la sensatez y la dulzura de aquellas teatralidades le han sustituido algunos guiñoles infumables. Si con cinco o seis años veo yo un guiñol de violaciones de monjas, jueces ahorcados o policías asesinados, me habría salido a jugar con mis amigos. No es que tuviese carácter, es que no tenía edad para aguantar sinsentidos. Y sinsentido es decir que la obra no era para niños. Como si los adultos si estuvieran preparados y les gustase la violación de monjas o el ahorcamiento de jueces. Yo creo en la libertad de la gente a realizar sus creaciones. Pero también creo que mis impuestos, y los de mis conciudadanos, pueden ser empleados mejor.

Con mi dinero que no subvencionen esas patrañas. Por eso estoy en política, para hacer que esas malformaciones mentales se puedan interpretar, pero que la mayoría ni las visemos, ni las paguemos. A mí como si hacen una orgía con animales. No deberían ir a la cárcel. Deberían caer en el olvido, que es el mayor de los desprecios. Yo sí exijo que con el dinero de todos no se represente lo que una minoría ve como una natural y efectista obra de arte. Como sería incapaz de ver una representación en la que se menospreciase el genocidio nazi. Me repugnaría y lucharía porque en mi sociedad no se amparase.

El derecho de los demás a interpretar no es superior al mío, como ciudadano, a criticarlo y a pedir que no se subvencione. Si quieren charangas cutres y malolientes; si quieren humillar a las víctimas de ETA; si quieren que su libertad ahogue a la mía; déjenme que me cabree y que lo critique. Y, sobre todo, déjenme que convenza a más gente para que eso no se programe.

El problema del papanatismo de una sociedad acrítica es que confunde la libertad con la anarquía. Y la anarquía es la antesala de todos los totalitarismos. Creer, o hacernos creer, que en la libertad de la creación artística, también está el mal gusto, es un error de primero de derechos fundamentales. Claro que podemos defendernos contra las mentiras y las ofensas. Como nos defendemos de los que quieren acabar con la democracia. Porque el día que pensemos que la humillación a las víctimas es ejercicio saludable, habremos dado un paso hacia atrás en la convivencia.

Me da igual lo que piensen los titiriteros. Me da igual, porque la obra ni era apta para niños, ni era apta para mayores. Solo unos cuantos esquizofrénicos la pueden apoyar. Y contra eso, lo único que pido es que no se pague con nuestros impuestos. Las locuras teatralizadas que se las pague cada colectivo. Si la gente quiere ir al teatro a ver violar monjas, quemar policías o ahorcar jueces, ¿quién soy yo para juzgarlos? Que cada tonto aguante su vela. O sus locuras.