El año pasado, que también (fíjate qué casualidad) el día oficial del amor cayó domingo, dediqué una columna entera a una de las historias más bellas de amor que jamás he oído en esta ciudad. A estas alturas, un año después, y también domingo, he sentido la gran curiosidad de (como Eloísa) de situarme metafóricamente bajo un Almendro y, sin Jardiel Poncela para echarme unas risas sobre lo absurdo de la vida y sus enredos, enterarme de quién era San Valentín. Y mira por dónde que la sorpresa, tras años de ver angelotes, corazones, Cupido mediante y mitología romana y griega al canto, he descubierto a San Valentín de una vez por todas. Porque como tenga una que descubrirlo en la actualidad, con lo que vamos viendo en la vida real, me temo que lo hago en la próxima vida (porque esta, vaya tela lo que pulula por la rue...). Pues lo dicho, San Valentín es la «pera limonera». Un santo de tomo y lomo que creía en el amor en tiempos de desamor. Cuando reinaba el practicismo romano por antonomasia, bajo los tiempos del emperador Claudio II (dos siglos y medio después de nacer Jesús). Tiempos de un Imperio que ya arrastraba cortes de líos, marejadas de rarezas, aguas turbulentas y complicadas de poder y mucha duda eterna sobre la levedad del ser, y casi del no ser de su futuro (no sé porque nos va sonando no...). Y San Valentín, sacerdote ya cristiano (ojo, ser cristiano en dicho tiempo era jugarte el tipo, pero bien...) casaba por amor a los jóvenes, los mismos que el Imperio quería para ir al extrarradio, a esos llamados «limes» o fronteras para que se dedicaran a luchar por Roma (todavía más actual). Y encima convencido de hacer el bien (vamos, un héroe que ni Batman en el lado claro y Superman con capa y todo). Pues la cosa pintaba tan revolucionaria (porque el amor siempre ha sido igual a revolución), tan desestabilizadora y tan antirreaccionaria, que le costó la cárcel y la vida, la tortura y la muerte, pese a que (encima...) hizo un milagro por el que es santo total ( no solo por la muerte en nombre de la religión más perseguida de la época). Devolvió la vista a una impía y pagó con su vida creer en la vida y en el amor. Y la impía le hizo un homenaje con un sonado Almendro, cuya flor, y no las rosas, simboliza el amor verdadero y la pureza eterna de ese amor. Hoy, este domingo, aprendiendo de San Valentín, y hasta de las diabluras de Cupido (con flechas y sin ellas) me quedo con esa gran historia. Cada escaparate, cada post, cada tuit, incluso cada «chorrada» que alguien escriba sin mera idea de esta bella historia, me recordará que la esencia del ser humano se repite una y otra vez con intensidad. Que desde que el tiempo es tiempo tenemos una historia preciosa que nos enseña, que nos guía y que no debemos olvidar, aunque en el cole ahora prefieran que sepas el valor de la «garriga de monte Mediterráneo» en vez de la historia común de todo ese Mediterráneo. Que nunca fue mejor tiempo que el que vivimos hoy aunque pensemos que es el peor. Y que tengas o no ese «amor» que te regale una flor (y dale con la rosa...) el mayor amor sin fin es el que hace que cada día hagas un pequeño milagro para hacer feliz al mundo. Incluso una risa absurda, un enredo, una simple y clara mirada, un brillo entre las pestañas, hará de este mundo un sitio mejor. Y si encima contribuyeran los que nos tienen que dirigir (unos y otros) ya me desmayo... Feliz domingo, entre almendros y mar, y con Eloísa si me apuras...