Leo en no pocos lugares que Rajoy ha andado como «cagado» al no haberse postulado ante el rey como presidente de Gobierno. Y que como verdad innegociable que devuelve tal apotegma, Pedro Sánchez ha actuado con una valentía francamente noticiable, al haberse aventurado, caiga quién caiga, a desentumecer los músculos atrofiados del enfermo de este país aquietado y llamado (todavía) España. Es curiosa la adjudicación de epítetos, de complejísima lidia, dado a uno y a otro. Valentía y cobardía. A Sánchez y a Rajoy, por este orden. Casi diría que en nuestro abanico emocional y decisorio no cupieran otras opciones intermedias.

Cobardía: ¿Por qué debería Rajoy ofrecerse a una censura general de la cámara? ¿Le convierte en «huido» no saltar por encima de un fuego que jamás superaría? ¿Deviene en cobardía, en absentismo, en desprendimiento de responsabilidades el hecho de no dar curso a un proyecto cuando, de cuajo, se conoce la infructuosidad del viaje? Lo que nos lleva a la otra arista de la esquina, pues los españolitos somos muy de dualidades. Valentía (la de Sánchez, claro): ¿Goza del aura de «valiente» aquel que contando con damiselas dispuestas, aunque con todavía dudosas habilidades seductoras de «don amor», sí ofrece su documento para presidente de un Gobierno, sin novia, sin novio, sin siquiera un jodido jarrón chino que estrellar contra la pared ante el eventual cabreo de un desaire? ¿Deviene en más arrojo aquel que ha cosechado el mayor descalabro de un partido en elecciones conocido y cuyo único as para medio remediar su legitimidad (discutidísima en casa) pasa por un manotazo kamikaze encima de la mesa que levante todas las fichas y las devuelva en sentido contrario? La frontera entre la valentía y la desesperación, la prudencia y la osadía incalculada, el ego vendido al más ruin postor por encima del «todos o la mayoría a una», es de una fragilidad extremadamente cándida. Contagiosamente burda.

España está en plena adolescencia, si no en infantilismo. Aunque se hable de los cuarenta y largos años de democracia (y a los que a bastantes hasta se les corre el subrayado en rojo labial de «inocente-inocente»), el acné en los partidos políticos campa cómodo a lo largo de nuestro careto de niñato sabihondillo y porculero que patalea hasta la exasperación si los papás se demoran veinte minutos con una copa en la comida familiar del aniversario de la abuela. Y es que aquí nadie negocia, a lo hora de la verdad, en esa hora en que hay que remangarse, incluso a veces replegarse, renunciar y decir: ¡por España! Pero no. Aquí, que todos se saben perdedores, no quieren ni en su peor sueño ver al adversario ganador. Sería su derrota, insoportable. Aunque ganara España. El eterno ego fratricida de la humanidad que nos subyuga desde la cuna. No hemos avanzado nada, en realidad. A veces hasta pienso que una mayoría absoluta, incluso dando por buenas las corruptelas apetentes y anexas al cargo, es infinitamente más viable, incluido los costos a robo a piñón, que esta indignidad de ridículas insuficiencias y ridiculeces que lo reclaman todo para sí y que impiden el movimiento de 37 millones de españoles. Por sus santos cojones anestesistas.

Panorama: Sánchez dice «no» a Rajoy. Rajoy dice «no» a Sánchez. La verdad, no sé cuál de los dos partidos ha favorecido más el desmoronamiento de ese dueto PP-PSOE de voces intocables. O intocadas hasta hoy, por sus deméritos compartidos. O sea, a qué líder habría de agrietársele más la mejilla por vergüenza propia del partido a que representan. Albert Rivera, por su parte, se pone alzacuellos y trata de alumbrar esperanzas en una pareja muerta, caída en desdicha, merced a la desgracia infantil de que uno decida divorciarse a causa no dejarle al otro fumar en el balcón, cuando ambos a hurtadillas han fumado. Y a todo esto, orgasmo de Iglesias, el malo de las pelis en serie B de Antena-3 que acude a pescar en río revuelto y saca tajada de la carne procesada, por fin y para siempre, en su anhelado pago «Maduro». A su imagen y semejanza, que lo hará. Su España soñada. Sin Cataluña, si allí se sigue insistiendo. Y entre tanta prostitución, los otros, que diría Amenábar, los PP-PSOE, dándose de leches entre este mundo y el otro. Ni tú ni yo, sino todo lo contrario: Pablo Iglesias.

Merecido lo tendrán. ¿Qué más dará quién fue el cobarde, o el valiente, si ambos mostraron una miopía de Estado sin par? Por imbéciles. En palabras de la calle, o sea.