Al alba, cuando la luz surgía del fondo del mar, cantaban los gallos de la fonda Miñana. Al poco, una luz cenital se reflejaba, como un bucle dorado, sobre la lámina del mar que bañaba las blancas piedras de la playa de la Roda, marginada de huertas de limones, naranjos y plantíos con espigas de maíz, al tiempo que entraba por el lucernario de su habitación que daba a Levante. La modesta casa de sus padres casi lindaba con la de los míos, de suerte que era normal que ambos juntos cruzáramos los adoquines de la desierta carretera y las vías de la estación para tomar el camino de les Foyetes que nos llevaba a la cercana escuela de primaria.

Ahora, transcurridos más de sesenta años, evoco con emoción aquellos espacios vívidos en los que se forjó nuestra amistad. Y a fe que fue viva la fragua y sólido el yunque de la forja, porque no recuerdo momento alguno que hubiere fisuras ni tan siquiera flaqueara.

Amigo sincero, desinteresado y noble, en aquel acogedor barrio con casas de puertas abiertas y gentes sencillas y honestas. Entre juegos de infancia y confidencias de amoríos de juventud, crecimos hasta que la madurez nos permitió desnudar el alma para conocer el verdadero valor de la amistad, expresar risas y llantos, compartir éxitos y alegrías, compadecer fracasos y sufrimientos, y discutir sin disputar, como si fuéramos hermanos.

Y al tiempo, cuando Javier se había sosegado con el amor paciente, intenso e inteligente que su amada Svetlana trajo del frío, cuando más disfrutaba de sus hijos y nietas, cuando su casa se llenaba de parientes y amigos, vio llegar de lejos la desnuda barca que el viejo Caronte perchaba lentamente. Y tal como Javier era, se aferró a la vida y le negó el óbolo para no cruzar el Arqueonte. Pese a la larga pelea, vencido por la aciaga enfermedad, se calzó las botas para ensanchar el cuajo y plantar los redaños que siempre tuvo, y afrontó la muerte con hombría, integridad y dignidad; finalmente, postrado y roídas las entrañas, le quedó un último aliento para susurrarle a Sveta que la amaba y pedirle con la mirada un «dime que me quieres». Y Sveta se lo dijo con dulzura, húmedas las pupilas, una vez más, otra vez más, como siempre, como desde el primer día que abandonó por él, con generosidad, los helados Urales, su querida familia y su bien ganado trabajo a orillas del Tobo que baña Kurgan; se lo dijo hasta que Javier cerró los ojos para que la tierra le fuera leve.

Hoy, como cree su pequeña hija y como en nuestros sueños e ideales de juventud loneta azul marino, brilla otro lucero antes de que vuelvan a cantar los gallos de la fonda Miñana, antes que, de nuevo, salga la luz del fondo del mar que tantas veces surcó.

Nos has muerto, viejo amigo del alma. Velas y vientos acompañarán tus cenizas sobre los surcos del mar infinito. Garbí y Llebech te llevarán a la blanca playa que nos vio nacer y volverás a tus raíces. Vivirás mientras perdure tu recuerdo y seguro que sabrás esperarnos, con los brazos abiertos de la amistad sincera, en la luz cenital a la que ya llegaste.