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Otro carnaval

Una amiga, de tendencias políticas claramente identificables, me comentaba su asombro ante otra persona que había votado al PP y que, cuando mi amiga le hizo notar lo de la corrupción y eso, la otra le dijo que «eso» no le preocupaba. Mi amiga no entendía que el PP volviese a ser el partido más votado. No le dije que en eso de la corrupción (que incluye la financiación ilegal) en todas partes cuecen habas, pero sí le hice notar que no porque abunden los partidos amañados los aficionados al tenis van a dejar de ver su retransmisión por televisión y no porque no destaquen precisamente por su civismo (que incluye lo de que «Hacienda somos todos») los aficionados al fútbol van a dejar de ver los partidos retransmitidos por televisión aunque jueguen personas de dudosa moralidad cívica e incluso deportiva.

Cuando, desde los partidos (políticos, claro), se suelta eso de «nuestros votantes» se hace bajo el implícito de que, haga lo que haga el partido, «sus votantes» les seguirán porque lo importante es el equipo, no la jugada, sobre todo cuando afecta únicamente a una pequeña parte de los cargos públicos. Se trata de casos, no de partidos, y esos delincuentes no afectan al conjunto del deporte, sea electoral, futbolístico o tenístico.

Puedo seguir con la metáfora y es lo que respecta al papel de la televisión o, si se prefiere, al conjunto de los medios que han colaborado en convertir la política en algo con buena dosis de espectáculo. El futuro votante se sienta cómodamente en su salón para asistir a la retransmisión del partido entre candidatos cuya conclusión más importante va a ser saber quién de ellos ha ganado el encuentro y si el árbitro estuvo a la altura de las circunstancias trascendentales que atraviesa el país.

Confieso, no sin rubor, que el mes pasado, arrellanado en el sofá, asistí a los trepidantes minutos que precedieron a la formación de grupos parlamentarios. La locutora, entusiasmada, iba diciendo eso de que «ya solo faltan tres minutos y todavía no sabemos el resultado de estas negociaciones que han llevado a tanta gente a corretear por los pasillos y escaleras del Congreso de los Diputados». Todo un espectáculo del que, esa misma noche, un colega y, a pesar de ello amigo, se quejaba como tertuliano (nadie es perfecto) de todo lo que había estado ausente en el espectáculo de la formación de grupos parlamentarios: temas, asuntos, propuestas, alternativas, diagnósticos, políticas etcétera. Cierto que el asunto se las traía (y se las trajo), pero no por su elemento de suspense cinematográfico, sino por lo que estaba significando sobre el comportamiento esperable de la casta política, sea búnker o no lo sea.

Porque esa es otra. Volviendo a mi amiga, no hace falta mucha perspicacia para darse cuenta de que lo que unos ven como parte de un espectáculo deleznable, otros lo ven como signo inequívoco de una toma de posición positiva. ¿Rastas? Pues para unos, riesgo de piojos y, para otros, signo de los nuevos tiempos en la política del espectáculo. ¿Corbatas? Pues para unos, signo del respeto a la institución y, para otros, signo de pertenencia a la (otra) casta (porque ahora hay más de una).

Mi amigo tertuliano hacía una lista de asuntos sobre los que le hubiera gustado saber la opinión de los que vestían de un modo u otro, dejaban sus abrigos en el guardarropa o en el respaldo de su asiento o daban de mamar a su hijo desde el escaño o usaban para ello la guardería que existe en el edificio. Empezaba por el medioambiente (excluyendo el espectáculo de llegar en bicicleta a la constitución de la Cámara), seguía por la posible crisis financiero-económica que se ve venir o por cómo resolvían el contencioso catalán en términos prácticos (excluyendo la charanga y pandereta propia de la estética fallera) y terminaba por el tema laboral (excluyendo el de los chóferes de altos cargos y mecánicos de sus coches de alta gama).

Cuando la política se trasforma en espectáculo (y lo hacen todos por igual, aunque algunos sean más iguales que otros -los de Podemos son especialistas-), el análisis concreto de situaciones concretas queda para un segundo plano. Y lo pagamos. Vea, si no, el espectáculo de las negociaciones ante las cámaras, en camarillas o por intermediario. Difícil era saber si se trata de formar gobierno o de iniciar (o proseguir) la campaña de las siguientes elecciones. Y se supone, ay, que todo es por nuestro bien.

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