No es cierto que la Constitución española se diseñara para implantar y eternizar el bipartidismo. La prueba es que en las primeras elecciones democráticas una pluralidad de partidos tomó asiento en las Cortes, algunos con variadas formaciones en su interior. Gracias a ello fue posible alumbrar una Constitución de consenso como marco de un Estado social y democrático de Derecho. Más tarde, como bien se sabe, los partidos mayoritarios pactaron en numerosas ocasiones con formaciones nacionalistas y otras minorías.

El hecho de que durante décadas las elecciones arrojaran mayorías claras a derecha e izquierda no se puede imputar a las reglas constitucionales sino a las preferencias del electorado, un electorado bien consciente de lo que hacía. Por eso, cuando desde ciertas formaciones «nuevas» se habla de «régimen bipartidista» tildándolo de engaño, de turnismo, manejo etc., en realidad se está tomando por idiotas manipulados a millones y millones de españoles y españolas que decidieron avanzar por la vía que, precisamente, ha permitido los mayores logros en términos de progreso democrático y social de toda la historia constitucional de España.

El parlamentarismo español -siguiendo la experiencia de otras democracias avanzadas europeas- se estructura en tres ejes principales: la centralidad del régimen representativo, la apuesta por la gobernabilidad y la afirmación del pluralismo político. Los tres ejes están relacionados.

La centralidad del «régimen representativo» fue la respuesta contundente a la experiencia nefasta de utilización del plebiscito por parte de regímenes totalitarios, desde Franco hasta Hitler y Mussolini. El recurso al plebiscito, disfrazado de referéndum, es un arma de doble filo. De hecho, en el debate constitucional sobre este punto, mientras la derecha tardo-franquista (caso de Fraga y AP) proponía más «democracia directa», la izquierda, cautelosa y escaldada (comunistas como Solé-Tura y Carrillo a la cabeza), se guardó muy mucho de dar alas a tales tentaciones.

La apuesta por la gobernabilidad es otra constante asumida por el constitucionalismo de postguerra que enraizó en España, por fortuna. La clave está en entender que los electores no votan solamente con el fin de verse representados ideológica y políticamente por sus formaciones de preferencia, sino también con el fin de establecer un gobierno. El equilibrio entre representatividad y gobernabilidad es, sin duda, delicado, pero son dos objetivos igualmente importantes. El papel de los partidos en el parlamento consiste precisamente en conseguir formar gobierno con los mimbres que se tienen.

El pluralismo es lo que da sustento a la democracia. Pluralismo significa, en su sentido más profundo, reconocer que todas las opciones que se mueven dentro del marco constitucional son legítimas, que ninguna posee algo así como «la verdad» (valor más propio del discurso religioso), que todas contribuyen al desarrollo de la democracia y que tienen cosas que aportar. Es por tanto la base sobre la que se puede construir una cultura del pacto. Todo lo contrario de lo que sucede cuando se desprecia o se estigmatiza al contrario, más allá de la crítica y de las legítimas opciones de los partidos de pactar con unos u otros.

Con las mismas reglas de siempre el escenario parlamentario español ha dado un vuelco con la aparición de partidos «nuevos». Las transformaciones que la sociedad española ha experimentado en los últimos años, unido a los efectos letales de la crisis, las excrecencias dejadas al aire por el comportamiento de los partidos y sus clientelas, y la preservación de la integridad de España, aconsejan cambios en las reglas constitucionales para mejorar el funcionamiento del conjunto. Pero, a mi modo de ver, lo sustancial del esquema constitucional vigente debe ser preservado.

La piedra angular de la democracia parlamentaria descansa en el pluralismo. Cuando se pone en almoneda este principio civilizatorio, se desprecia al contrario y se pretende hacer pasar por verdad lo que no es sino ideología, lo que está en riesgo es la convivencia democrática. Yo creo firmemente que la ciudadanía tomará nota de quiénes, honestamente, aportan su esfuerzo y su sacrificio para alcanzar un gobierno que tome el mando en momentos difíciles, de quiénes apuestan por cuanto peor (para todos), mejor (para ellos).