Mi título está sacado de un verso que Antonio Machado escribiera en los días siguientes al 6 de febrero de 1916, cuando en León (Nicaragua) había fallecido Rubén Darío tras unos últimos años de cirrosis hepática y difícultosa escritura. Tenía 49 años y había llegado a ser la voz más influyente de la poesía escrita en español, la voz determinante de esa renovación literaria que conocemos como modernismo.

«En el principio fue Rubén Darío», he dicho alguna vez, para afirmar que la gran poesía del siglo XX latinoamericano y español se forma en su estela, para certificar que nadie influyó más que él en la recuperación del agotamiento que significaban remedos neoclásicos y estertores románticos con los que se anunciaba un final de siglo en desarrollo duradero de lo más estéril para la poesía, como es la reiteración abrumadora de algunos hallazgos y la pesadez retórica de la imitación.

Darío transformó el lenguaje, su palabra y su ritmo; nada fue igual después de su palabra y de su presencia que formó su carácter universal en un periplo mundial, desde su Nicaragua natal a toda Centroamérica, y luego Chile, Argentina, París, Madrid, Europa desde las tierras de brumas a las solares.

He contado alguna vez que pertenezco a un tiempo en el que hubo que desmontar algunas imágenes de Rubén que determinaron nuestra visión infantil del nicaragüense. Recuerdo la enciclopedia en la que estudiábamos de escolares en las que un dibujo de Darío vestido de diplomático, trazado desde una famosa fotografía del mismo, aparecía al lado de la Salutación del optimista que un maestro bienintencionado y querido nos hacía memorizar con su casi martilleante sonido en el que intentaba imitar el hexámetro dactílico latino:

Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,

espíritus fraternos, luminosas almas, ¡salve!

Porque llega el momento en que habrán de cantar nuevos himnos

lenguas de gloria?

Eran tiempos del más brutal y estúpido nacionalismo que ha vivido este país, y Darío aparecía atrapado por aquella hispanidad abusiva. Hubo que aprender también que el poeta complejo llamado Rubén Darío era el de la Salutación del optimista, pero también el de el Responso a Verlaine, o el de las Letanías de nuestro señor don Quijote, o el de Lo fatal, poemas que pasaron a la memoria sin mucha necesidad de ejercicio voluntario de la misma.

La relación que se ha mantenido con el poeta tiene ahora más de un siglo de testimonios y sirve para explicar actitudes que recorrieron nuestras literaturas a través de muchas de sus figuras. Nos interesa siempre conocer que, después de unos años veinte profundamente antidarianos, surgidos en el contexto global de lo que llamamos vanguardias y en sus protagonistas principales, los decenios siguientes fueron de aceptación y reconocimiento, a veces hasta apasionado, del poeta y prosista. Tantas veces hemos recordado a Jorge Luis Borges, José Lezama Lima, Pedro Salinas, Nicolás Guillén, Octavio Paz, Mario Benedetti, reconociendo a Darío como figura esencial desde posiciones poéticas divergentes. Muchas veces hemos recordado aquella conferencia al alimón que Federico García Lorca y Pablo Neruda dieron en Buenos Aires en 1935, manifestando su pasión daríana.

En otras ocasiones, hemos relatado el debate contemporáneo sobre Rubén que protagonizaron en España, con la participación de otros, Leopoldo Alas Clarín, con su rechazo sistemático; o la distancia atenuada de Miguel de Unamuno, frente a la pasión también a veces alejada de Ramón María del Valle Inclán, o el entusiasmo de Manuel y Antonio Machado, o la exaltación crítica y memorial de Juan Ramón Jiménez que nos dejó aquel libro, Mi Rubén Darío, que sigue siendo un testimonio imprescindible de una relación y una atracción poética.

En este año de centenarios (Cervantes, Shakespeare, Llull, el Garcilaso de la Vega, Rubén Darío?) será inevitable recordarlos a todos. Inicié la conmemoración en Madrid hace unos días recordando la pasión cervantina de quien, en proceso complejo que no se puede explicar en pocas líneas, considero el más americano y el más español de los poetas americanos de su tiempo. En la Universidad de Alicante, el Centro de Estudios Iberoamericanos Mario Benedetti (http://web.ua.es/centrobenedetti/) celebrará a comienzos de mayo unas jornadas basadas en textos de Darío que quince especialistas en su obra han elegido y van a comentar. Son sin duda quince textos ya clásicos de nuestra tradición literaria.

Concluyo este recuerdo, que quiere conmemorar ahora sólo los cien años de la muerte, recordando fragmentos de lo que uno de nuestros más grandes poetas, Antonio Machado, escribiera en aquellos días de hace un siglo:

Si era toda en tu verso la

armonía del mundo,/

¿dónde fuiste, Darío, la

armonía a buscar? (:..)/

Que en esta lengua madre la clara historia quede;/

corazones de todas las

Españas, llorad. /

Rubén Darío ha muerto en sus tierras de Oro,/

esta nueva nos vino atravesando el mar.

Pongamos, españoles, en un severo mármol,/

su nombre, flauta y lira, y una inscripción no más: /

Nadie esta lira pulse, si no es el mismo Apolo,/

nadie esta flauta suene, si no es el mismo Pan.

Poema que es sin duda el más dariano de los que no escribió Darío, el más triste y el más bello.