Pasa un avión. Y otro y otro. A veces se les ve y otras sólo se ven sus estelas que permanecen horas. Mis amigos me llaman conspiranoico porque intuyo veneno y metales pesados donde solo hay vapor de agua. Lo que pasa es que el vapor de agua desaparece enseguida y esas nubes de mentira, alineadas, se quedan. No llueve. Erik Satie ya no toca el piano con dedos de lluvia. No hay música callada en los parques después del chaparrón. Está cambiando el panorama del cielo y de la tierra. Los almendros de nata eclosionan en enero y los cardos gritan en medio del secarral.

El domingo pasado estuve en la terraza de un bar. No llevaba abrigo. Eran las nueve de la noche y las estufas callejeras en forma de seta estaban apagadas. El termómetro marcaba quince grados un treinta y uno de enero. No quiero ser agorero pero, además del dinero, la dignidad, la inocencia y el amparo, nos están robando los inviernos.

Recuerdo entre escalofríos los inviernos de Castilla. Corrían los años sesenta y en noviembre, las ventanas de mi casa se bloqueaban hasta principios de marzo. No podíamos abrir las ventanas porque el hielo las sellaba. Mi casa era un iglú y mi padre prendía alcohol de quemar en un plato de porcelana para que pudiéramos bañarnos. Aun así los labios y los dedos bordeaban la cianosis. En la cama, antes de quedarme dormido, me entretenía en quitarme trozos de escarcha del pelo. Las gripes eran antediluvianas y el Farmapén intramuscular aterraba al más pintado.

En los últimos años, los inviernos son esa primavera que antes soñábamos entre los filos del hielo y el rumor del aliento condensado. Aún hay negacionistas que se empeñan en darle a esto la categoría de burdo rumor. Pero los polos se desangran a chorros y a la lluvia, entre los sicarios del cielo y los intereses creados por los señores de la tierra, la tienen encerrada en los calabozos de la estupidez humana. Hay dos cosas infinitas, se lamentaba Einstein: la estupidez humana y el universo. Y lo segundo no lo tengo muy claro. La historia de la humanidad es la historia de su autodestrucción. Perdonen que me ponga pedante y cansino con las citas, pero no me puedo reprimir. Groucho Max acuñó otra frase memorable: Partiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cimas de la miseria. Puede pararse esta locura, hay energías limpias y alternativas. Pero falta voluntad y sobran los réditos de la mierda con la que nos espolvorean.

Pero tranquilos, tampoco hay que ser alarmistas. Ya lo dijo don Mariano hace unos años. Don Mariano tiene un primo muy puesto que dice que esto no puede convertirse en el gran problema mundial. Don Mariano, que no sabe por qué llueve cuando llueve, cree a pies juntillas a su primo el sabio, que dice que si nadie garantiza el tiempo que hará mañana, cómo van a saber lo que pasará dentro de trescientos años. De aquellas y otras simplezas, vienen estos lodos. En seguida se echa de ver que el mundo entero está plagado de primos catedráticos que le quitan importancia al asunto. Primos que amansan las conciencias de aquellos de los que depende que vuelva a ser cotidiano el estruendo del silencio después de la lluvia, que los ríos vuelvan a tener más vida que las carpas mutantes con un condón en la aleta dorsal, que los mares vuelvan a su cauce, que el aire vuelva a ser respirable, que la naturaleza, que es la gran conocedora, siga su curso con la menor intervención posible de ese engendro devastador en que nos hemos convertido los humanos.

Sobra inteligencia artificial y falta la savia sabia de un almendro que eche flores en enero y un columpio oxidado que gotee agua sobre la tierra, sobre nuestra inocencia, sobre nuestro asombro primero.