Sí, vuelve el carnaval... Pero no me refiero al carnaval que propician los políticos, pues ese carnaval está ahora perennemente presente. Porque si antes los nobles y ricos burgueses no tenían necesidad de esperar el carnaval para ser desenfrenados en sus comidas ni en sus otros goces, actualmente parece que esos «desenfrenos» que denominamos corrupción, populismo, arrogancia, demagogia, fraude, prevaricación, cohecho, malversación, son vilezas que nos escandalizan cada día, por mucho que los protagonistas de tales desvergüenzas las hayan cometido disfrazados con las máscaras del servicio público, del bien colectivo, del trabajo entregado, del patriotismo inclusive.

Por eso, ante tanto abuso, año tras año es un desahogo colocar al mundo del revés como en las Lupercales romanas, que comenzaban el decimoquinto día del mes de febrero y durante siete jornadas se suspendía toda actividad, se cerraban los negocios, las escuelas y los tribunales; por las calles circulaban carros tirados por animales enjaezados caprichosamente y pasaban desfiles y comparsas; se indultaba a los reos; los señores servían a la mesa de sus criados; los esclavos podían insultar a sus amos y circulaban borrachos por las calles, camuflándose bajo máscaras y otras ropas para preservar sus identidades.

Dirán algunos, «ahora no se llega a tanto». Pero haciendo un repaso pormenorizado a los carnavales que se celebran en muchos lugares de cultura cristiana, nos sorprendería encontrar bastantes similitudes todavía a aquellos desenfrenos, que a partir del siglo IV, durante la decadencia del Imperio Romano, la Iglesia deseosa de extender su control a todas las actividades de la vida trató de asimilar retocando un poco las formas de unas festividades paganas profundamente arraigadas en la costumbre popular, reconvirtiéndolas en fiestas ahora llamadas «Fiesta del Asno», «Fiesta de los locos», «Fiesta de Carnevale», palabra italiana proveniente del latín (carnem levare: quitar la carne). Aunque conservaban su carácter transgresor y de la inversión de las cosas, de tal modo que clérigos, frailes y monjas se abandonaban a goces licenciosos, disfrazándose de mil maneras y organizando bailes en conventos e iglesias, para terminar comiendo fiambres y salchichas sobre el altar. Incluso el Papa en persona formaba parte en Roma de estos festejos, acompañado de los cardenales y aceptando las bromas más indecentes. Claro que a lo largo de los siglos no faltaron quienes levantaron su voz para condenar agriamente estas costumbres y, finalmente, Inocencio III emitió una bula durante el siglo XIII para erradicar de las iglesias aquellos espectáculos, prohibiendo a los eclesiásticos formar parte de tan burdas chanzas. No obstante, la fiesta siguió subsistiendo entre lo sagrado y lo profano, como una etapa que precede a la cuaresma, de tal modo que, pese a su opuesto sentido, en cierto modo son inseparables.

Porque si la Semana Santa se prepara con la cuaresma, periodo de cuarenta días de sacrificio, penitencia y ayunos, inmediatamente antes que la cuaresma está el carnaval, celebración de carácter lúdico donde abundaban los juegos, la música, banquetes, bailes y jolgorio en general, para que el pueblo se olvidara de las penalidades del resto del año. Y en esto poco se ha cambiado, pues si actualmente las prohibiciones religiosas ya no cuentan para la mayoría y nos podemos solazar a nuestro antojo, sin embargo el carnaval sigue ejerciendo una atracción irresistible como fiesta de diversión y mascarada, que nos libera de la penosa cotidianidad.

Las máscaras y caretas fueron originalmente utilizadas con fines religiosos por civilizaciones antiguas, durante ritos fúnebres para perpetuar los rostros de los muertos colocándolas en sus tumbas. Más tarde, las comenzaron a usar los actores de los cortejos que acompañaban al difunto, para hacerle honor. Fueron tomadas luego por los actores de teatro para representar personajes religiosos o históricos. Por último las máscaras pasaron del teatro a la calle, ya que durante las jocosas algaradas carnavalescas personas de todas las clases y de todas las edades se exhibían protegidas e irreconocibles gracias a sus disfraces, cantando coplas en las que se manifestaban los aspectos más picantes y escandalosos de la crónica ciudadana. Así, los humildes, aprovechándose de la indulgencia del carnaval, se atrevía a hacer en voz alta la sátira de las costumbres de los notables que los oprimían, como venganza por las vejaciones del resto del año. Y el hecho de colocarse máscaras y disfraces, camuflándose sin ser reconocidos, dio un empuje definitivo al carnaval que es motivo de grandes celebraciones y fiestas, siendo algunos lugares muy conocidos por sus grandes producciones y atractivo para su habitantes y los turistas que buscan ver tradiciones locales. El carnaval de Río de Janeiro en Brasil, el de Venecia, en Italia, o el de Nueva Orleáns en los Estados Unidos, son los de más renombre internacional; y también lo alcanzan ahora los carnavales canarios de Las Palmas y de Tenerife. Con diferentes costumbres y estilos cada uno forman parte de las propias tradiciones y son reflejo claro de las personalidades de cada cultura, como nuestro españolísimo carnaval de Cádiz.

Rara es la localidad que no celebra actualmente con mayor o menor prestancia la fiesta del carnaval, deseando aliviar la alienación que atenaza una existencia cada vez más subyugada por la técnica, la injusticia, la amoralidad o la frustración. Y quienes no desean más que vestirse por unos días con una túnica con lentejuelas, ponerse una corona dorada y un sombrero con plumas, ocultar sus rostros tras caretas grotescas, terribles o groseras, desfigurarlos con maquillajes desconcertantes, seguramente toman venganza carnavalesca de las pesadumbres de un año entero; incluso de las amarguras de toda una vida.