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Francisco Esquivel

A lomos de lenguaraces

Enrique Ortiz reúne 11 causas -Gürtel, Brugal, Rabasa, las más sonoras- distribuidas por juzgados de Alicante, Vega Baja, Alcoy, Benidorm y Valencia, a los que puede unirse San Vicente del Raspeig por las discrepancias con el ayuntamiento en torno al parking subterráneo. Para que luego digan que nadie se preocupa de vertebrar la Comunitat.

Es, pues, un presunto aunque, gracias a una carta de presentación de estas características, hay que convenir que se trata de alguien contumaz en la presunción. A pesar de no cortarse un pelo y de que cuando se le pone delante la muleta entra al engaño, lo que parece innecesario a la vista del expediente equis es preguntarle si le preocupa el qué dirán. Ortiz ha tenido muy claro desde jovencito que lo suyo es hacer negocio y punto. Lo ha conseguido y de qué manera trapicheando con almas de casi todos los colores. Esa forma de moverse sin ambages, intentando no dar que hablar en el arranque e importándole más adelante un pepino con tal de montarse el imperio, ha terminado por construir su leyenda. La acaparación de la que ha hecho gala ha sembrado la animadversión entre los de la especie -a su competencia me refiero- y, aunque la mayoría abomina de sus métodos en la esfera institucional, nadie de su sector que yo recuerde lo ha denunciado en voz alta. Por algo será.

Ahora que esta tierra vuelve a estar en el candelabro por tanto como aquí se ha amañado y amasado, resulta inevitable que se agite el debate sobre los corrompidos y los corruptores. Ortiz se ha desmonterado a través de conversaciones descaradas y de imágenes llamativas en compañía de la parte contratante (la pública), que le han quitado cualquier misterio a su manera de ascender en el escalafón donde, y no presuntamente, sigue haciendo de las suyas en diferentes ámbitos. Y eso también es inquietante.

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