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Cincuenta maneras de decir «te quiero»

El pasado 31 de diciembre, Ana Paula Cid nos dejó. Al menos eso he creído desde el día en que la voz de Mariano Sánchez Soler, al otro lado del teléfono, me comunicó, entre trémula y tierna, que el momento había llegado. Y digo que eso he creído porque esta misma mañana, al releer los poemas de su último libro, Desprendimiento, he visto a Ana Paula en su plenitud, paseando junto a él por las arenas claras de la playa de San Juan, a salvo de todos los naufragios. La poesía es así de redentora. Nos devuelve de golpe a los lugares de los que nunca debimos ser expulsados. Perpetúa los rostros, las voces, los abrazos, los largos besos que creímos olvidar cuando la amada se alejó de nosotros porque la vida fue innoble y jugó sucio.

Quiero pensar que Desprendimiento, además de su desgarradura, es un libro de amor; un libro que recoge 32 años de amor, que se agarra con uñas y dientes a una historia que amenaza con ser infinita; una historia que comenzó a principios de los 80 en Madrid, donde Mariano ejercía el periodismo en la primera línea de fuego, en el frente o la vanguardia de la noticia, en la avanzadilla de esa brigada mixta de choque en la que se la jugó tantas veces para denunciar el fascismo, a los ricos por Dios y por la patria, las inmorales fortunas de la Iglesia o los crímenes de Estado durante la transición. Sánchez Soler llevaba tiempo en la capital, era un superviviente de la izquierda, del Land Rover de los grises, el beso retorcido de Verónica Lake, el cigarro malfumado de James Dean y muchas noche bajo el cielo suburbano de Vallecas. También entonces escribía versos, aunque lo hiciera con una gran indisciplina generacional, empeñado en ir por libre, en llevarse bien con esa soledad de muchacho urbano que deambula por los callejones pateando latas de cerveza y escuchando los últimos compases del viejo Sam en aquella Casablanca con aviones y lluvia. Ir por libre, negarse a la endogamia que sólo da perros de raza y niños tontos, fue otro de los subempleos de Mariano, y eso nos ha dado, nos dio, entre otras cosas, libros de versos como Walking blues, publicado a finales de los 70 y, más tarde, Almar (Premio Alcudia, 1978), La ciudad flotante (Premio Álvaro Iglesias del Ministerio de Cultura, 1983), La ciudad sumergida en el mar (1992) y Fuera de lugar (Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 2001).

Hacía, pués, catorce años que Mariano Sánchez Soler no publicaba poesía. Habíamos perdido casi las referencias elementales de ese voz personal que Ramón Buenaventura definió como «voz épica, voz de tribu, voz colectiva, voz con intención ejemplar». Y la verdad es que también aquí, Mariano se supo distanciar de los poetas arcangélicos del momento, de Venecias en peligro de hundimiento o de nuevas sentimentalidades, con diario y nota al pie, donde los amores tienen la caducidad de una tarjeta de crédito y la lluvia un destino luminoso bajo los faros de los automóviles.

La poesía de Mariano fue siempre hija de la experiencia, pero sin juegos de efecto y sin rizos verbales, y todo por ese empeño en ejercer de notario de su tiempo, de su trasiego urbano entre el cine Maracaibo y ese metro que se detiene en Legazpi, entre las últimas cargas del franquismo y los labios dulces y salvadores de Ana Paula.

Hace dos meses me regaló una desgarradora delicia titulada Desprendimiento. Era su nuevo libro después de tres lustros sin publicar poesía. Era un poemario demoledor, la obra de un poeta que lloraba por dentro láginas negras; era el llanto de quien se ve irremediablemente perdido: «No hay marcha atrás posible, / la verdad difumina / nuestra versión del mundo. / Se ha marchado el futuro / sin avisar siquiera». La noticia de la enfermedad de Ana Paula había entrado en el costado del poeta como un acero frío, impenitente. 22 de octubre de 2012: «Perdido en nuestra casa, /un aullido de lobo / descarnado y vencido / estalla en la cocina / gélida de silencios». Sin embargo, lejos de dejarse doblegar por el abatimiento, por la puñalada de esa vieja ramera a la que llamamos vida, Mariano supo sacarle todo el jugo a la desolación, escribir 50 poemas en medio del desierto y convertir la oscura melancolía en sílabas y música.

El pasado 31 de diciembre, el libro adquirió el sentido absoluto para el que fue escrito. Ana Paula cerró los ojos al mundo y los abrió en las páginas de un poemario en el que vivirá para siempre. La poesía verdadera es así de obstinada. Se empeña en perdurar y hay que dejarla por imposible. Siempre se sale con la suya.

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