Hoy es el último día del primer mes del año y el balance de mujeres asesinadas como efecto de la violencia patriarcal es terrorífico. Once mujeres. De todas las edades, desde los 17 meses de la niña Alicia, defenestrada por el hombre que mantenía con su madre una relación afectivo-sexual (?), hasta los 80 años de la mujer cuya identidad no ha trascendido y que murió como consecuencia de los abusos sexuales perpetrados por uno de los «cuidadores» de la residencia en la que vivía. De todas las condiciones sociales, con denuncia y sin ella. Once mujeres asesinadas por once hombres que no son locos ni sufrían transtorno alguno que explique esta conducta violenta. Once mujeres asesinadas y once hombres asesinos. Como afirmamos desde el feminismo y gritamos en las concentraciones de repulsa de la violencia machista: no es un hecho aislado, se llama patriarcado. Pero esto parece no entenderse.

Se habla desde el ámbito político de «soluciones habitacionales para las mujeres maltratadas», de mejora de los dispositivos de denuncia con figuras como la del acompañamiento judicial y de muchas otras que se centran en contrarrestar los efectos de la violencia patriarcal, pero muy poco o nada en atajar la causa. Incluso se proponen simultáneamente otras medidas que proporcionan nutritiva vitalidad a esa causa (como la consideración de la prostitución como un trabajo como otro cualquiera o la posibilidad de que las mujeres podamos alquilar nuestro vientre). Y la causa no es otra que la vigencia de lo que desde el feminismo se ha teorizado claramente desde hace ya al menos medio siglo como patriarcado. Un sistema de dominación secular basado en el poder de un sexo sobre otro. Conocer este sistema, ser conscientes de su vigencia y empeñarse en desactivarlo es tener lo que denominamos conciencia crítica feminista ¿Y qué se hace para posibilitar la existencia de esa conciencia crítica? Poco, por no decir nada. Una mirada al ámbito educativo y a otros determinantes en nuestra socialización resulta bastante desalentadora al respecto.

Pendones en balcones de edificios institucionales, concentraciones, minutos de silencio e incluso campañas de sensibilización contra los malos tratos han ayudado a que aumente el rechazo social a estas manifestaciones violentas de la desigualdad de mujeres y hombres, pero, como reflexiona la filósofa Luisa Posada, eso no viene siempre acompañado de una conciencia crítica. En sus palabras: «la misma estructura social que (?) condena el hecho en sí de esta violencia y sus manifestaciones luctuosas, perpetúa a la vez las condiciones de dominio de un sexo sobre otro como estructura central de relación; y, con ello, sigue haciendo posible esa violencia». No acabaremos con la violencia contra las mujeres mientras sólo veamos sus efectos y no su causa.