Soy consciente de que no son buenos tiempos para hablar de ello, sin embargo las migraciones son una realidad incuestionable en nuestras ciudades y sociedades. Mientras pensábamos que la globalización se definía en base a dimensiones económicas, financieras, comerciales y productivas, una categoría de cuestiones fundamentalmente humanas ha cobrado nueva profundidad, siendo los movimientos globales de personas uno de los aspectos más relevantes a nivel mundial, tanto para los países emisores de inmigrantes como para los receptores. Posiblemente no haya un fenómeno humano que determine al mismo tiempo y de forma tan relevante tantos planos en la práctica totalidad de los países de la Tierra; hablamos, por tanto, de un fenómeno global por excelencia, causa y consecuencia como pocos del proceso de globalización.

Nuestras ciudades se alimentan desde hace tiempo de la llegada de nuevas personas, de diferentes, procedentes de otras culturas, con las que interaccionamos y convivimos, que además de tener una importancia incuestionable desde el punto de vista económico, comercial y laboral, también nos ayudan a enriquecer nuestras sociedades y a evolucionar. No es casualidad que las ciudades más dinámicas a nivel mundial sean aquellas ciudades donde las migraciones juegan un papel más importante, precisamente por la vitalidad y energía que aportan estas personas a sus sociedades. Ahora bien, la multiculturalidad que generan los procesos migratorios se reinventa cada día a través de la convivencia misma. No es por tanto un proceso estático, sino extraordinariamente dinámico, que las migraciones contemporáneas y la globalización hacen que sea imparable, generalizándose a lo largo y ancho del planeta, aunque con perfiles e intensidades distintas.

Pero en la sociedad de mercado en la que vivimos, el dinero es la llave para facilitar la penetración e integración de nuevos elementos culturales (por extraños que puedan ser), y en su implantación e incluso en que sean socialmente bien aceptados o rechazados, no es tan importante el que procedan de culturas lejanas, de países cercanos o de prácticas ajenas a las nuestras. La globalización se está haciendo fundamentalmente a partir de elementos económicos, lo que se traduce en que el capital económico y financiero se haya convertido en la principal fuente normativa de este proceso. Todo ello hace que las personas y sus culturas se vean desde una dimensión esencialmente econonomicista, donde el consumo y su poder adquisitivo funcionan como un factor de integración y aceptación de primer orden también entre los inmigrantes, por encima de cualquier otro. De esta forma, la posición en la estructura social que ocupan los inmigrantes viene determinada por su situación económica, hasta el punto que sus cambios en la escala social o la aceptación de sus conductas, por ilícitas que estas puedan ser, están estrechamente relacionadas con su solvencia económica y su poder adquisitivo.

Y es que tenemos que reconocer que la multiculturalidad no es una práctica tranquila, sino el resultado de un proceso de intercambios, luchas y negociaciones identitarias extraordinariamente complejas y en ocasiones llenas de agitación, pero que necesitan de la construcción de una normalidad, es decir, del reconocimiento del otro como actor social y cultural en condiciones de igualdad a partir del respeto de valores universales mediante derechos y deberes. De esta forma, el mayor peligro para la preservación de nuestra cultura no son ni mucho menos los inmigrantes, como a veces se dice, sino nosotros mismos, precisamente quienes más responsabilidades tenemos en preservar nuestra cultura y nuestro patrimonio arquitectónico, ecológico, medioambiental o histórico.

Sin embargo, tan dañinos son para comprender adecuadamente el hecho migratorio los falsos paternalismos como el realce de trasnochados indigenismos que se empeñan en ofrecer una visión angelical y desvirtuada de la inmigración. En la inmigración hay también personas y grupos que quieren obtener privilegios de su condición, que pretenden mantener arcaicas preferencias y disfrutar a la vez de mayores ventajas comparativas, algo incompatible en un Estado de derecho.

Por ello, la respuesta en nuestras ciudades a la inmigración, al multiculturalismo, no puede ser la complacencia ante la generación de nichos étnicos o madrigueras culturales, como se están dando ya en algunas ciudades y países, cuyos efectos dañinos hemos visto con claridad. La creación de zonas segregadas por nacionalidades en nuestros barrios no conduce a nada positivo y enriquecedor, sino a la formación de espacios de marginación, exclusión e incomprensión y a la generación de tensiones sociales.

En mi opinión, nuestro futuro, la calidad de nuestra convivencia y la fortaleza de nuestro sistema democrático va a depender de que seamos capaces de comprender también la importancia de estos procesos multiculturales, y es mucho lo que nos jugamos en ello. Y a pesar de todo, por difícil que parezca, tenemos que intentarlo día a día, desde nuestras ciudades, desde nuestro trabajo, desde las instituciones públicas, en nuestra convivencia cotidiana, sabiendo que el camino a recorrer no es nada sencillo pero sí imprescindible de transitar.

@carlosgomezgil