Acabados los fastos de la Participación Pública del Plan General de Elda, a primera vista parece cumplido el trámite legal basado en la noción de «gobernanza urbana» que obliga a la identificación de los «actores» de lo urbano y que ha permitido «dialogar» con algunas partes, no todas, de la «sociedad civil».

Se ha manejado hasta la saciedad el slogan, «la ciudad es cosa de todos». Un slogan demagógico que pretende hacer olvidar que la ciudad, de momento, es cosa de unos pocos, a saber: las directrices políticas del partido que, en el poder, ha tenido capacidad de decisión, por encima de esta participación, tanto en la esfera pública y, sobre todo, en la privada, para la redacción del Plan General expuesto.

La participación se ha convertido en una «colaboración popular» que legitima las decisiones apriorísticas del poder redactor del Plan, trasladando la responsabilidad a quien participa al conocerse de antemano su resultado ya que, siempre, el «interpretador» forma parte del «corpus» de agentes técnicos y políticos redactores del Plan. En este marco, a lo más que puede aspirar el ciudadano será a hacer patente la contradicción del sistema, lo que, por otro lado, favorecerá una única opción «salvadora», la suya, o sea, el Plan propuesto sin vuelta atrás.

De esta manera, la Participación Pública de un Plan planteada «a posteriori», se convierte en un medio de confrontación ciudadana, de pluralidad de opiniones donde cada uno defiende su propio interés, intentando hacer prevalecer sus propias soluciones a sus propios problemas. No existe ningún ciudadano que haga una alegación en contra de sus propios intereses.

«La ciudad para todos», pero ¿Quiénes somos todos? «¿Es suficiente reunir, en una sala, a doscientas personas y decirles, presentarles sobre un panel, estos son los planes que han sido elaborados? Eso no es siquiera una consulta. Es publicidad, es una pseudo-participación». -H. Lefevbre 1967. El Derecho a la Ciudad-.

Hay que cambiarlo todo y dar esa apariencia para que todo siga igual. Para el nombrado sociólogo H. Lefebvre, «la implicación activa de los ciudadanos en la resolución de los problemas urbanos sólo tenía sentido, en la perspectiva de una transformación radical de la sociedad» a través de la ciudad, refiriéndose constantemente a la «intervención permanente» de los ciudadanos en la «apropiación y gestión colectiva del espacio». Radical significa «ir a la raíz» de la realidad social existente para comprenderla. No se asusten.

La trampa ideológica está servida y parece que aceptada.

La posibilidad democrática de cambio nos la brindaron las elecciones municipales, consagrando el deber de intervención en el debate planteado desde el reconocimiento de un «espacio social» que no puede aceptar, ni siquiera temporalmente, el espacio propuesto y producido por un plan de corte neo-liberal. La nueva posibilidad no puede dejar de reorientar la producción general del espacio urbano basado en el conocimiento de unas necesidades sociales identificadas y ya no más por criterios de «expertos» en curriculums de intereses privados, al servicio de cualquier opción política que los financie y cometiendo el error de diseñar unas formas espaciales con la decisión prefijada de introducir, en ellas, una estructura social de base por la fuerza, sin ninguna justificación que avale el estudio de su producción.

La discusión ha sido focalizada, exclusivamente, en los «procesos de urbanización» y localización sobre el territorio, de la implantación de los «usos lucrativos» y no como producción, previsión y voluntad de unos definidos objetivos, ni unas identificadas necesidades sociales. «Hay planificación en la medida en que hay previsión y voluntad de llegar a ciertos objetivos» -M. Castell-.

Se prescinde del matiz de que, el poder, para remodelar estos procesos de urbanización no ha sido el poder colectivo, ni el participativo, sino la propiedad del suelo, con la única finalidad de convertirla en un «puro activo financiero». Evidentemente, esta ideal «participación pública» será incapaz de subvertir la existente lógica de este único agente, capaz de orientar la urbanización y aprovechar el estado actual de las relaciones sociales y de su cómplice legislación.

Como principio, la nueva propuesta democrática de la ciudad no debe renunciar a un cambio de «orden social» como objetivo político, apoyado en la vigencia y actualidad de un pensamiento crítico avalado por actualizados debates académicos y políticos respecto a la «revolución urbana», que cuestione el poder de los «agentes autorizados» y no de consolidarlos con «artefactos participativos» que simulen y, a la vez, impidan la intervención, gestión y control de un nuevo paradigma de un espacio social producido «de abajo hacia arriba» que implique mecanismos de autogestión democráticos y que cambie la producción neoliberal de las necesidades sociales.

La consecuencia final que debería contener una propuesta urbanística, se concreta en quienes deben confirmar las cualidades, y cuales son estas, de la vida urbana y responder a la pregunta de «la ciudad para quién y por quién», sin olvidar que «toda ciudad es el lugar de una cultura», en palabras de Park, «la ciudad no es simplemente un mecanismo físico y una construcción artificial: está implicada en los procesos vitales de las gentes que la forman; es un producto de la naturaleza y, en particular, de la naturaleza humana». A tiempo estamos.