La carta dejada a sus padres por Diego González antes de saltar al vacío desde un quinto piso el pasado mes de octubre, y de cuya muerte hemos sabido hace unos días, es, probablemente, una de las noticias más tristes de la que hemos tenido noticia en mucho tiempo. Y ello es así no sólo por el hecho en sí, es decir, por la muerte de un niño de once años que no pudo aguantar más el acoso sistemático al que era sometido en su colegio, sino también por la delicadeza con que se despidió por escrito de sus familiares, de uno en uno, agradeciendo el comportamiento que habían tenido con él en su corta vida, descartando con ello la búsqueda de culpables de su suicidio en su entorno familiar.

Los primeros resultados de la investigación policial demuestran que el acoso escolar o bullying sobre Diego no fue una excepción en el centro educativo al que asistía, el colegio católico concertado Nuestra Señora de los Ángeles, en Villaverde, perteneciente a la orden de los Padres Mercedarios Descalzos, sino una costumbre que afectó a numerosos niños y niñas. Como era de esperar la dirección del centro ha negado los hechos fiel a la costumbre que parece haberse impuesto en los colegios donde se produce acoso escolar: taparlo para no perjudicar la imagen pública del colegio sin importarles la integridad física ni psicológica de los alumnos afectados. Cualquier disculpa es posible menos asumir que no se ha tomado ninguna medida para evitar lo que se ha revelado como un grave caso de violencia en las aulas. Cuando un alumno se quejaba al director de este centro por estar sufriendo una situación parecida se le respondía con la frase «son cosas de chiquillos».

La actitud del colegio ha resultado ser la prueba de que conocía lo que estaba sucediendo. Las escasas declaraciones que ha hecho el director del colegio sobre un asunto de semejante gravedad con la cara tapada e incapaz de dar una explicación coherente y ausente de cualquier empatía hacia la familia de Diego González, nos recuerda a esos cirujanos de la sanidad privada que después de cometer una grave negligencia sobre un paciente lo dejan a su suerte para que sea la sanidad pública quien se encargue de él.

Sobre el acoso en el sistema escolar español ya escribió Luis Antonio de Villena un crudo relato acerca de los años que cursó, en los años 60, en el conocido colegio El Pilar de Madrid, colegio, por otra parte, de un gran reconocimiento por ser cuna educativa de lo más granado de la política madrileña. Nos referimos a Mi colegio (Península, 2006) donde el autor hace un preciso estudio del acoso escolar al que fue sometido. Golpeado y vejado por compañeros que atacaban la diferencia en un colegio lleno de cafres fue además objeto de tocamientos por parte de algunos de sus profesores. Para De Villena el colegio se convirtió en el sitio donde no era querido, un lugar al que acudía con miedo cada día donde imperaba un ambiente machista con costumbres fascistas. «Puedo olvidar pero no perdonarlos. Para ello necesitaría otra vida», nos dice.

En el caso del niño Diego González se reúnen las características típicas de un caso de acoso escolar. Un estudiante culto y educado que defendía a otros alumnos y alumnas cuando eran objeto de parecidas burlas y agresiones; el silencio cómplice de la dirección del centro y del profesorado que, casualmente, nunca estaba en el lugar donde se producían los maltratos realizados por un grupo de alumnos del colegio católico al que acudía; la alerta de otros padres que llegaron a enfrentarse con la dirección del centro porque sus hijos también estaban teniendo problemas del mismo tipo; la existencia de una mayoría silenciosa, el resto de alumnos y padres, que miraron para otro lado. ¿No fueron estas características las bases que cimentaron el nazismo?

Deberíamos preguntarnos por la consecuencia de una educación donde el acoso escolar esté siendo más habitual de lo que pensamos. Hasta hace no muchos años era costumbre en los colegios que los profesores ejercieran la violencia y la humillación sobre los alumnos. Misma violencia que esos alumnos en grupo ejercen ahora, en ocasiones, sobre compañeros sin que nadie lo evite. No estaremos muy desencaminados si pensamos que los futuros adultos que han crecido en un ambiente escolar violento como el que se produce, a todas luces, en el colegio Nuestra Señora de los Ángeles, vean como algo normal la violencia de género o el acoso laboral. ¿No fue en el País Vasco donde se existió, durante años, la misma mayoría silenciosa que miraba para otro lado ante el terrorismo etarra?

«No he querido saber pero he sabido». Con esta frase comienza la novela Corazón tan blanco de Javier Marías. Ojalá nosotros nunca hubiésemos sabido de Diego González, un niño que con poco más de once años se tiró al vacío desde un quinto piso. En la carta de despedida que dejó a sus padres escribió lo siguiente: «estos once años que he pasado con vosotros han sido muy buenos y nunca los olvidaré». Nosotros tampoco podremos olvidarte a ti, pequeño Diego. Descansa en paz.