Mis padres nunca llegaron a entender el porqué de la longitud de mis cabellos ni yo su machacona insistencia en que me los cortara «como Dios manda». Al final gané el combate y conseguí que tal atributo se convirtiese en una constante personal que me ha acompañado durante toda la vida.

Pero demasiadas veces sentí el rechazo en determinados ámbitos sociales de aquellos herederos de ese lugar donde se encuentra lo normal y decente. Lugar donde viven las cosas que nadie sabe quién las ha colocado ahí siguiendo tal orden y que, acto continuo, es acatado por las personas de bien, sea lo que sea una persona de bien. Hasta en una ocasión conseguí un psicoanálisis instantáneo y gratuito por parte de un psiquiatra que en plena reunión acalorada de la asociación de vecinos del barrio donde vivía consideró que mi imagen era el vivo retrato de un problema de rebeldía asociado a la figura de mi padre. Sin comerlo ni beberlo me quedé con el complejo de Edipo vía testicular y el psiquiatra con su prestigio intacto. El café que tomamos lo pagué yo. Recuerdo incluso como aquel viejo profesor de medicina, un maestro digestólogo, me llamaba cariñosamente «El Puto» dada mi inusual cabellera.

Hoy la cuestión ha sobrepasado la broma para convertirse en una falta de respeto hacia las mínimas exigencias de convivencia, incluso política. Todavía a día de hoy se sigue estigmatizando, por parte de esos moradores del lugar exacto donde se encuentran las cosas mandadas por Dios, lo correcto y lo socialmente aceptable, a quien es distinto y no cumple con sus expectativas ni con sus prejuiciosos cánones de imagen. Véase el ejemplo del diputado tinerfeño de Podemos, Alberto Rodríguez, portador de rastas y sobre el que ha recaído el retruécano y la ironía de la señora Celia Villalobos o de la misma Pilar Cernuda entre aquellos a los que se les sube la tensión arterial al ser incapaces de entender qué está, política y socialmente, pasando.

Vivimos tiempos donde la proyección de la identidad mediante la apariencia, que a todo hijo de vecino le dé la gana, merece ser valorada, por algunos de los citados moradores, como que de mala impresión y falta de higiene, piojos incluidos. Solo basta ver la imágenes de las incrédulas caras de algún que otro diputado, del PP sobre todo, para darse cuenta de que siguen preguntándose cómo es posible que estos acontecimientos, esa hostia política que decía Rita Barberá, hayan tenido lugar mientras proclaman por activa, pasiva y perifrástica que han ganado las elecciones.

Tal lenguaje es como el recipiente transparente de su propio pensamiento que esculpe hasta la excusa que a toro pasado, como en este caso, se pueda ofrecer al ofendido si ofensivo ha sido el pensamiento expresado. La moral tampoco es cosa sencilla. Lo mínimo que se esperaba de estas señoras en política es que actuasen como otros tantos diputados de su cuerda contándose para sí mismas y para los demás tantas mentiras piadosas como hicieran falta como tributo a la concordia, al consenso, a las buenas formas y al respeto mutuo y que todas ellas les fueran propicias para entender la realidad de un mundo cada vez más cambiante a su alrededor y que les está dejando fuera de juego.

Decía Eric Hoffer que la evaluación que tenemos de nosotros mismos es el reflejo de la evaluación ajena. ¿Cuál es la evaluación que de la señora Villalobos hace la concurrencia? ¿Cuál es la de la señora Cernuda? ¿Se aplican la teoría? Aquella teoría, afortunadamente para ellas, está equivocada pero da que pensar en ciertos casos pues lo que se deriva de la misma no deja de ser un comportamiento estereotipado como tienen las citadas señoras cuando demuestran tantos prejuicios en referencia a una posible seña de identidad como es el cabello largo en forma de rastas. Porque ¿qué definición ajena merecería una política en el desempeño de su tarea cuando en sesión parlamentaria realiza tan jocoso y lúdico uso de una tablet como el que hizo Villalobos?

El PP maneja a los suyos y sus formas pero ya no maneja los contenidos políticos. Estos están en manos, también, de aquellos recién llegados que bebé en mano o rastas al viento han sido capaces de borrar, esperemos que para siempre, aquellas políticas que siempre han intentado definir cuáles deben ser los criterios de excelencia dentro de una comunidad. Ya no son los amos de aquel proceso absolutista de toma de decisiones por el cual autorizaban el ingreso de determinados individuos a esas escasas posiciones de poder, privilegios y prestigio dentro de una sociedad. Posiciones que se han demostrado tan abultadas como proclives a la corrupción. Ya es suficiente con que la mujer del César simplemente lo sea y no que, encima, lo aparente.