Resolver la ecuación de la formación de gobierno en España es cosa diabólica, no apta para cardíacos e imposible para matemáticos. La falta de entrenamiento en la cultura del pacto, la desconfianza entre los líderes y visiones distintas (e incompatibles en algún caso) sobre la democracia, el modelo de Estado y las políticas a realizar para sacar adelante un Gobierno operativo y de cambio, vienen a retorcer una situación ya compleja en sí misma, tendente al bloqueo, mientras aguardan retos internos y externos de extraordinaria importancia que no pueden esperar.

Orientarse en el laberinto nunca fue fácil, atendiendo, conforme al mito, a lo que uno tiene que enfrentarse si no logra encontrar la puerta de salida. Pero ¿hay un hilo conductor? Bueno, no sé si lo hay o no, pero me permito expresar un principio orientador: la repetición de las elecciones no sería tanto una salida como un completo desastre, incluso para los que especulan con obtener posiciones ventajosas en ese escenario. Es probable que, al final, no haya otra opción que convocar al fracaso colectivo, haciendo caso omiso del mandato que los partidos han recibido claramente de los electores: «cambio mediante pactos»; en otras palabras: «arar con los bueyes que tenemos».

Pero los extremos, tanto el Sr. Rajoy como el Sr. Iglesias, lo ponen muy difícil en función de sus respectivos intereses partidistas y aspiraciones personales. Rajoy, porque en un alarde interpretativo extra-constitucional, ha decidido «declinar» la oferta del Rey, sin renunciar a nada, para no inmolarse en la pira funeraria del debate de investidura. No le ha importado dejar al Rey en mal lugar y adentrarse en una senda que puede acabar en una crisis constitucional. Por el otro extremo, la apuesta tramposa del Sr. Iglesias, propia no de un partido «nuevo», dialogante y transparente, sino de la cultura viejuna del jugador de ventaja, hace inviable un acuerdo con Pedro Sánchez, a no ser que éste pretenda convertirse en el Presidente pelele.

En realidad, la situación planteada recuerda la famosa «pinza» en la que los extremos se ponen de acuerdo para fagocitar al enemigo común, el PSOE, y volver a reeditar el tan denostado bipartidismo. El acuerdo tácito entre ambos extremos es ir a un escenario de nuevas elecciones. De hecho ya están en campaña.

A partir de aquí es obvio que la pelota está en el tejado de Pedro Sánchez y del PSOE, que son cosas distintas. Nadie dijo que resolver la diabólica ecuación de formar gobierno, a partir de la irrupción de los partidos «nuevos», sería sencillo. Pero del PSOE, un partido que ha sido durante décadas el eje de las políticas de progreso y de las transformaciones de este país, cabe esperar altura de miras y valentía a la hora de enfrentar la situación. El PSOE tiene el deber de explorar las posibilidades reales de un acuerdo leal, sobre políticas concretas que den seguridad para avanzar en la resolución de los problemas que el país tiene por delante, delatando, al tiempo, a los inmovilistas y a los partidarios de romper el tablero.

Entretanto, los dos extremos han situado al Rey en el centro del laberinto, cuestionando su función constitucional de ser árbitro y moderador. El Sr. Rajoy, porque al rehusar sin previo aviso la investidura crea un vacío constitucionalmente no previsto; el Sr. Iglesias, porque al utilizar la figura del Rey como paraguas para manifestar su desprecio por los pactos, le compromete igualmente.

No sólo estas maniobras comprometen al Rey. Como es sabido, el art. 99 de la Constitución (y el Reglamento del Congreso) prevén que la convocatoria de nuevas elecciones se haga en el plazo de dos meses a partir del debate de investidura. Nada dice en el supuesto de que tal debate de investidura no se llegara a celebrar. Si esta es la situación que se plantea por aquéllos que abocan a un bloqueo, situarían al Rey en la difícil situación de tener que llenar el vacío, de acuerdo con el Presidente del Congreso, lo que constituiría, sin duda, una decisión política.