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A cien años de Rubén Darío

Hoy no tengo ganas de meterme en charcos ni propiciar una vez más que un día de estos algún exaltado ofendido pruebe a medirme el costillar o a arrimarme un lapo a mano abierta. La semana que viene, ya veremos. Además es que el sindiós que hay montado ha pasado de ser desopilante por circense, a aburrir a las ovejas por cansino. De modo que cambiaremos de tema para desengrasar y dejaremos la política o lo que demonios sea lo que estén haciendo.

El otro día, hace cien años, se murió un indio nicaragüense que escribía al dictado del aire. Se llamaba Rubén Darío y era gordo, hipersensible y dipsomaníaco.

Yo solía leer los mundos de malaquita y unicornios de Rubén con una mano. En la una el libro y en la otra un bocata de mortadela. La culpa de mi temprana querencia a las tablas de la poesía la tenían los libros de texto de entonces que tenían bastante más enjundia y contenido que los de ahora. Repletos de fragmentos literarios selectos que te hacían olvidar por un momento lo desértico de los sintagmas nominales, el secarral de los adverbios. Revolucionó el castellano a golpe de cursiladas y crisálidas pero uno, que viene a ser más de forma que de fondo, se lo tiene perdonado. La princesa está triste, qué tendrá la princesa. Los suspiros se escapan de su boca de fresa? Rubén Darío se dio cuenta, pelín incentivado por los parnasianos y los simbolistas franceses, y otro poco por el siglo de oro español, que la unión de palabras estratégicamente dispuestas, podían generar ruido, música, estruendo, tempestades. El envoltorio con el que exponía temas banales, la cáscara de su escritura era lo que realmente hacía mella en el tímpano y en el corazón a partes iguales. Las princesas y los palacios de malaquita eran una simple excusa para meter en brutal batalla a los adjetivos y a los verbos. Viento sobre la hojarasca. Hierro candente contra el cristal. Y como quiera que don Rubén fuera de natural andariego y cosmopolita, fue dejando su semilla allende los mares. Y el modernismo literario empezó a correr como la pólvora. Aquí en España, el influjo metálico del nicaragüense, dejó sentadas las bases y las inercias de nuestra gran literatura. Salvador Rueda, Manuel y Antonio Machado, Valle-Inclán, Juan Ramón Jiménez, Unamuno y toda la generación del 27 bebieron de sus fuentes y se agolparon como moscas a la luz de sus farolas.

A Rubén Darío, poeta húmedo, lo mató la tristeza de siglos, la sensibilidad afilada como un escalpelo y una sed antiquísima. El dolor del mundo, su reseco entrecejo, se lo quitaba con licor y duermevela. Alfonsina Estorni, medio paisana y hermana de melancolías se quitó del oficio de vivir adentrándose en el mar buscando poemas viejos y caracolas marinas. Rubén se lo bebió entero. Salobre puesta en escena de sal y brandy. Y ahí dejó, a las afueras de la cirrosis, el tremendo influjo de las erres, el sutil bisbiseo de las bilabiales y el taconeo de las alveolares. Pisadas sobre el centeno. Azul, prosas profanas.

Todo esto que digo lo supe mucho tiempo después. Muchos años antes, en el patio de un colegio, entre gritos y olor a madera de cedro, la literatura toda, Alfonsina por partes y Rubén Darío entero, me sabían a mortadela.

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