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Mayorías, minorías y otras cosas

Se sabe qué sucede en el individuo que se encuentra en minoría en su grupo. Se sabe por lo menos desde los experimentos de Asch, a los que me referí hace poco en esta sede. El hombre había pedido voluntarios para someterse al siguiente experimento: los participantes entraban en una sala, se sentaban en semicírculo frente a un panel en el que aparecían tres líneas rectas, una de ellas claramente más larga que las otras, y se les preguntaba para que, uno a uno, fueran diciendo cuál de las tres era la más larga. Todos menos uno daban una respuesta incorrecta: decían que era la más larga la que, con toda evidencia, era la más corta. Todos menos uno, que se removía en su asiento, intentaba controlar su propia visión comparando las líneas mediante el lápiz que tenía en la mano y... Bueno, ahí viene el truco: todos los participantes, menos este último, estaban conchabados con el investigador y lo que se estaba intentando «medir» era el peso que la opinión del grupo tenía sobre las opiniones de sus miembros. El hecho era, en efecto, que muchos de los sujetos que no se habían puesto de acuerdo con el investigador, acababan diciendo lo que el grupo decía a pesar de que lo que estaba viendo no era eso sino todo lo contrario. El grupo se «equivocaba» y él con ellos. No solo. Incluso hubo quien, una vez desvelado el truco, reconoció que había acabado viendo como más larga la línea que no lo era. El grupo había conseguido que viera (viera, literalmente viera) lo que no era real.

El que no encaja con el modo de ver las cosas en esos grupos horizontales (vuelvo a eso de inmediato) acaba pasándolo mal si se mantiene en sus trece. Por lo visto, no es nada agradable salirse de lo que el grupo dice. Pero es que, al revés, el experimento incluyó los casos en los que solo una persona se ponía de acuerdo con el investigador para decir algo evidentemente erróneo. El grupo se reía de tamaño desatino, confundiendo el largo con el corto.

En esta línea de cosas, se da lo que llaman groupthink, algo diferente pero relacionado con lo de Asch. Se trata de casos en los que el grupo comparte una visión totalmente descabellada pero para lo cual se refuerzan mutuamente y declaran guerras (se ha estudiado para la invasión de Irak) o deciden que tal teoría es la correcta sin evaluar críticamente las alternativas (frecuente en algunos departamentos universitarios).

Pero ahí entra otros experimentos que también he citado otras veces: los de Milgram sobre la obediencia a la autoridad. En este caso, se trataba de «medir» hasta qué punto los individuos podían llegar a hacer daño a otro si el que se lo ordenaba gozaba de una autoridad que el individuo juzgaba como legítima. Dicha autoridad le hacía comportarse de una determinada manera y le absolvía de su agresión sobre todo si, unido a lo de Asch, se le hacía ver que había un grupo detrás que compartía esas creencias, actitudes o comportamientos.

Son dos experimentos, los de Asch y los de Milgram, que valdría la pena que leyésemos de vez en cuando, en especial cuando intentamos comprender (no digo justificar) comportamientos como los de los terroristas de diverso tipo o, sencillamente, el desasosiego que algunas personas sienten formando parte de grupos en los que, de vez en cuando, perciben serias diferencias y ya no tanto sobre tamaños de líneas sino sobre cosas más discutibles como política, religión, ética, ocio, estilos de vida, costumbres o lo que sea. Atentos, pues, al grupo y atentos a quién manda. Porque grupos horizontales, sin líder, haberlos haylos (por lo menos en la literatura). Pero muchos más hay en los que quien manda, manda.

¿Hay defensas frente a estos determinantes de nuestra conducta? Defensa, digo, en el caso de que se quiera evitar estar en tales circunstancias, porque si, encima, uno las disfruta, pues nada que decir. Pero sí hay alternativas: la primera y más evidente, procurar pertenecer a grupos de diverso tipo, no todos del mismo color. Y la otra, algo más complicada, intentar tener varios jefes, en especial para los que, como me sucede, no nos gusta mandar. Tener varios jefes permite un juego que, unido a la pertenencia múltiple, da un grado de libertad que los que viven en contextos únicamente liberales y con un solo jefe nunca podrán disfrutar. Si sufren del miedo a la libertad, sí.

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