Me pide el cuerpo escribir del esperpento que vivimos el otro día en la constitución del Congreso de los Diputados. Acto que, por cierto, abría la XI Legislatura de la Democracia. Pero si lo hiciera, estaría dando otra vuelta viral a lo que no debió protagonizar esa jornada.

De modo, que como no hay mayor desprecio que el de no hacer aprecio, hablaré de algo que tiene a la inmensa mayoría de los españoles hondamente preocupados, que es el puzzle indescifrable en que se ha convertido el Parlamento.

La mayoría de los españoles empezamos a preguntarnos para qué ha servido nuestro voto si al final ganar o perder las elecciones sólo tiene una utilidad estadística.

Algunas comunidades autónomas y no descarten el Congreso están gobernadas por partidos que no ganaron las elecciones. Y tienen por responsables a quienes cuyo único objetivo ha sido alcanzar el poder para evitar que sus propios correligionarios les echaran a la calle a la vista de los catastróficos resultados que han alcanzado en las urnas. Lo mismo ocurre con muchísimos municipios.

Se trata de una sinrazón que no tiene pies ni cabeza y que los españoles no aceptamos en el fondo, porque sabemos que para esto no fue para lo que se hizo la transición. Ni para lo que somos llamados a las urnas.

Y, luego, viene la segunda parte. Parlamentarios que juran obviando el procedimiento y la fórmula en su toma de posesión y ofrecen espectáculos sectarios y ridículos, en lo que es una falta de respeto evidente hacia las instituciones que, en teoría, deben representar.

La pregunta es: ¿cómo pueden esperar que un español de a pie respete una institución o a sus representantes si esos representantes no son capaces de ceñirse ni siquiera al juramento?

Pero les da igual. Aquí, todo se justifica. Todo pasa. Confunden las instituciones con las sedes de sus partidos. Y así, nos encontramos con que el PSOE, con los peores resultados de su historia, está dispuesto a hacernos creer a todos que está plenamente legitimado para gobernar. Y su secretario general se erige en garante de un frente de izquierdas mientras va cediendo parlamentarios a los separatistas para que refuercen su proyecto. Y hace carantoñas a los radicales.

Y si no estás conforme con este proceder te llaman de todo. Hemos llegado a un punto en que la izquierda repudia la aritmética de los votos de las personas e impone la de sus peones en las instituciones.­­­

Hay tanto humo que hace imposible respirar con normalidad. Pero resulta evidente que aún no se han dado cuenta que cuanto más insistan en esta postura, menos apoyos tendrán en el futuro.

Está en juego el Gobierno de España. Pero eso no cuenta. Porque el concepto que tienen en mente es el de poder, no el de gobierno. Y el fin, piensan, justifica los medios. Confunden el silencio de las personas con la aceptación tácita de sus decisiones, que no son las de quienes hemos ido a votar. Todo bajo el viejo principio marxista de entrar en las instituciones para cambiar el sistema.

Y mientras tanto, entre tanto eco, nadie escucha a la calle. A las personas. A sus preocupaciones, a sus desencantos cotidianos y a sus ilusiones. A esa batalla diaria por llegar a fin de mes.

Frente a toda esta sinrazón, yo quiero romper una lanza aquí por el derecho a gobernar de la lista más votada. Porque determinadas fuerzas políticas se quiten la venda de los ojos y abran sus mentes a colaborar para superar barreras e ideologías por el bien y el futuro de los españoles. Seamos sensatos y no sectarios, demócratas y no demagogos. Y, sobre todo, seamos humanos y no marcianos.

No sea que los ciudadanos se cansen y aborrezcan a la política recordando la vieja frase de Charles Chaplin: «Necesito de alguien, que me mire a los ojos cuando hablo. Que escuche mis tristezas y mis desiertos con paciencia y aun cuando no me comprenda respete mis sentimientos».

Eso pienso yo.