Querida Concha: hoy te habrán incinerado y habrás estado en compañía de tantos amigos como has ido cultivando durante tu -para nosotros- corta vida. Ha caído la tarde y yo, que he salido al campo, he visto una magnífica puesta de sol y una bandada de estorninos que revoloteaban sobre un campo de alguna verdura de temporada. Y viendo cosas tan bonitas, yo me acordaba de ti por si acaso aún no habías acabado de aterrizar en el más allá, como le llamamos los mortales a la eternidad. ¿Cómo será ese nuevo mundo a donde te has ido? ¿Será posible mantener la memoria o, al menos, tendrá opción tu sensibilidad a sentirnos? ¿Dónde estarás, criatura?

Pero los que nos quedamos, conservamos algo que nos es muy propio: la memoria, estamos hechos de ella, y yo estoy segura de que existe esa manera de no morir y es recordándote. Por eso ten la seguridad de que nuestro recuerdo nunca te va a faltar. Cuando salga una espléndida puesta de sol, como hoy, vendrás; cuando una bandada de estorninos se precipite sobre los campos nos acordaremos de ti, y cuando vayan a florecer los almendros, que ya puntean, te traeremos con el recuerdo. Y es que has sabido ser una mujer inolvidable.

He recortado del periódico un artículo muy lindo escrito por un buen amigo tuyo con una foto en donde estás como eras, y lo he pegado en mi cuaderno de «cosas que quiero conservar». Unas cuantas hojas atrás está Daniel Herranz, si lo ves dale un abrazo de nuestra parte. Él, como sabes, tampoco ha podido desaparecer.

Pues, querida amiga Concha, hasta que los almendros echen su flor. No faltes. Cada año, cada florecida de los almendros, te recordaremos. Mientras que haya almendros que florezcan y más allá.