Hace unos meses Rosa y Diego acudieron a la consulta de un conocido psicoterapeuta. Se proponían solucionar sus conflictos de pareja y, de forma paralela, superar los problemas que Diego tenía con el alcohol. Lo cierto es que el marido llevaba más de veinte años bebiendo y eso había afectado, como es lógico, a toda la familia. Rosa recordaba con sufrimiento, durante la primera sesión de su terapia, cómo ella y sus dos hijas habían pasado la mayoría de los fines de semana buscando a Diego por los bares del barrio. «La mayor no tenía ni doce años y ya pasaba las noches sin poder dormir, preguntándose si su padre volvería a casa, o lo encontrarían muerto al día siguiente, en una de esas frecuentes peleas en las que acostumbraba a verse envuelto», contaba Rosa. «Así que yo misma le pedía que fuera a buscarlo».

Pasaron así los años; a la adicción al alcohol se sumaron las infidelidades, y finalmente Rosa determinó dar un ultimátum a su esposo. Después de tanto sufrimiento, él accedió. Y fue así como llegaron a la consulta que mencionaba al principio. Por primera vez Diego se mostraba verdaderamente decidido a afrontar su problema.

Lo sorprendente del caso, es que la pareja no acudió a la tercera sesión terapéutica. El psicólogo contactó con ellos, y Rosa alegó que debía solucionar unos problemas domésticos, y por eso no habían podido acudir. A la siguiente cita tampoco asistieron. Ni siquiera llamaron para cancelar la consulta o aplazarla. Nuevamente el terapeuta se puso en contacto. En esta ocasión Rosa dijo que lo había olvidado por completo y que había salido a hacer unas compras.

Nunca más solicitaron una consulta. Ni con este ni con ningún otro terapeuta. Y en esta ocasión, parece que la decisión, o al menos, la omisión, fue de Rosa.

¿Realmente estamos preparados para los cambios que deseamos? Probablemente no resulta fácil adaptarse a una nueva situación, aunque sea más agradable, cuando llevamos tanto tiempo instalados en una vida incómoda. Lo mismo les ocurre a los presos que llevan tantos años en prisión que ya no logran adaptarse a la libertad. Se dice en esos casos que se han «institucionalizado».

Preguntémonos por qué, en el fondo, somos nosotros mismos quienes perpetuamos algunas de las situaciones que nos angustian de forma permanente. Cuál es el beneficio que obtenemos con ello. El rol de víctima, tan inaceptable al principio, puede acabar haciéndonos sentir cómodos -no felices-, y justificarnos otras irresponsabilidades por nuestra parte. La queja puede generar un hábito enormemente arraigado, y aceptar que ciertas situaciones quizá no deberíamos haberlas soportado, es muy difícil de asumir. Sin embargo, puede lograrse.