Dice Bauman en una reciente entrevista que la democracia ya no se ajusta a la interconexión actual de la economía y la política que se desarrolla a escala global. Nada más cierto. Las instituciones democráticas de los estados son incapaces de oponerse a la lógica del capitalismo financiero, al igual que los partidos políticos.

La reflexión de Bauman apunta a un hecho innegable: los partidos políticos hacen promesas, diseñan estrategias y políticas dirigidas a colectivos locales; pero, después, cuando tienen que materializarlas, carecen de instrumentos y de recursos para llevarlas a cabo. Esto, que es uno de los aspectos de la globalización, no sucede sólo en España sino que es una constante en todos los países, inclusive en los más poderosos.

Seamos claros: la evolución de los últimos treinta años arroja el resultado de una estructura capitalista-financiera global que determina el día a día de las viejas democracias y les impide tomar sus propias decisiones, lo cual afecta directamente a las reglas básicas de la convivencia (las reglas constitucionales) y siembra en las poblaciones la desconfianza y el miedo al futuro. Dicha estructura, no obstante, no es estable sino que, como hemos visto en estos años, se agrieta y corre el peligro de colapsar.

Frente a la idea de que el capitalismo engendra un continuo crecimiento hay que admitir que el estancamiento es su forma habitual de funcionar, ante la imposibilidad de disponer permanentemente de ámbitos de inversión que proporcionen una rentabilidad suficiente (los años de bonanza posteriores a la segunda guerra mundial serían más la excepción que la regla). La manera de inyectar dinamismo al sistema -ante la creciente desigualdad, la precarización del trabajo, la disminución de los salarios y los recortes sociales- ha consistido en sustituir la demanda sustentada en salarios por crédito, lo que lleva a un endeudamiento masivo, de las personas y las familias, y del propio estado. La fabricación de la deuda (una deuda actual y el legado a las generaciones futuras) se ha convertido en el núcleo de las relaciones de poder entre grandes acreedores privados y poblaciones enteras.

Nadie en su sano juicio apostaría por el éxito de un sistema de este tipo, de inspiración «Ponzi», basada en la especulación. Más bien se presagian crisis más agudas, a la vuelta de la esquina, de consecuencias difíciles de calcular. El desafío que todo ello implica pasa necesariamente por poner límites a una forma de capitalismo que destruye, al unísono, el tejido social y la naturaleza, mediante la recuperación del control democrático sobre la economía, la financiación pública, un sistema tributario progresivo sin paraísos fiscales, y, en definitiva, mediante el gobierno económico de la comunidad.

Dicho así, parece sencillo. El problema es cómo llevarlo a cabo, dado que la complejidad y la interconexión existente impide, como hemos visto en Grecia, soluciones aisladas, locales, ante los mecanismos existentes (por ejemplo, en la actual UE) los cuales tienen capacidad suficiente para aplastarlas. El problema de los populismos es, precisamente, proponer medidas simples a problemas complejos: despreciar la capacidad del sistema para infligir sanciones y, por tanto, agravar en la práctica la situación de las poblaciones, sin resolver el problema.

En la medida en que la partida de la economía se juega dentro y fuera del Estado, las opciones viables pasan por la formación de alianzas para llevar a cabo la transformación del actual marco financiero, una operación que no puede tardar años. Tout court, en Europa, que es el espacio en que España puede y debe actuar, la tarea más urgente es remover el esquema neoliberal instalado, enfrentar la crisis de deuda y democratizar las instituciones con vistas a configurar una Europa social: como se ha repetido tantas veces, o una Europa social o no será.

Entretanto, los partidos, todos ellos, recientes y tradicionales, discuten sobre la formación de gobiernos o de sillas en la mesa de las Cortes, dentro de la lógica del poder local. No parecen por el momento muy interesados en enmarcar la llamada cultura del pacto en línea con los problemas de fondo que afectan a España. No nos engañemos: España no va bien, sino que es lo más parecido a una situación de emergencia.