Todas las fiestas tienen un antes y un después. Lo primero prefiero dejarlo al criterio de ustedes dos para que reflexionen acerca de las expectativas que tenían depositadas para Navidad -por si se han cumplido-, y cúmpleme a mí hablar de lo segundo, es decir, todo lo que nos han dejado estas Navidades a modo de resaca. Porque no conviene hacerse trampas piadosas: después de la fiesta las cosas malas pueden haber empeorado y las buenas ni aparecen. En eso consiste la resaca, en hacer un doloroso ejercicio de memoria para comprobar cuántas tonterías hemos visto y padecido; para constatar cuántas idioteces innecesarias nos han acompañado; y para sentir vergüenza ajena o propia de nosotros y la sociedad que nos rodea. Ya tiene guasa, por ejemplo, que un tema pacífico, nacido para disfrute de los más pequeños, la cabalgata de Reyes Magos, haya sido portada y noticia destacada en los medios de comunicación -también internacionales- por la enfermiza y rencorosa obsesión de algunos de nuestros nuevos dirigentes y dirigentas en transformar aquella tradición en actos preñados de sesgos políticos, ideológicos, sectarios, progres, horteras hasta la náusea (sin Jean Paul Sartre), chabacanos y vergonzosamente cursis. ¿Era esa la mayor preocupación de nuestra enferma sociedad? ¿O los enfermos son ellos y ellas?

Pero, efectivamente, después de cualquier cabalgata hay que bajarse de la espléndida vista que nos proporciona la carroza y seguir a pie, donde las cosas ya no son tan idílicas. Y es precisamente caminando como mejor se puede reflexionar sobre la levedad del ser, la maldad, el cinismo, la hipocresía y el peligroso abismo al que nos está asomando lo políticamente correcto, dictatorial herramienta en manos de una iluminada minoría para oscurecer y dominar a la mayoría. Vean, si no, el esperpéntico espectáculo al que está sometida Cataluña por la CUP, un grupo de progres antisistema, antieuropeos, emparentados y empanados entre el nihilismo iconoclasta del siglo XVIII (Carta a Fichte de F.H. Jacobi, 1799), el anarquismo secular del siglo XIX, las utopías comunistas del siglo XX, y la revolución asamblearia del siglo XXI, tan caras a estas nuevas formaciones de extrema izquierda que han emergido con furor en España, incluida Cataluña, al abrigo también de un nacionalismo independentista, insolidario, excluyente, arrogante y enemigo de lo que dicen predicar estos progres. No solo la CUP; la mixtura político-ideológica-populista-demagógica en la que se encuentra sumida la otrora reflexiva y hoy atormentada Cataluña no da para más, ni tan siquiera con Mas. Y el pueblo soportando. Me dirán que el pueblo lo ha votado, cierto; como también es cierto constatar cuántas veces el pueblo se equivoca. Reflexionen sobre la Alemania de los años treinta.

Igual que debería reflexionar la sociedad española sobre Podemos, otro grupo-partido-asamblea que, férreamente jerarquizado y dirigido por su cúpula, sigue el sendero del silencio respecto a sus verdaderas intenciones políticas (fagocitar al PSOE), sus convicciones democráticas, su apuesta por la libertad y contra las dictaduras de izquierdas. Hace unas semanas el pueblo venezolano, pese a los inmensos obstáculos con los que el chavismo bolivariano de Maduro sembró el camino electoral, votó a favor de la oposición con una aplastante mayoría. Pues bien, Maduro y los suyos, en un alarde de amor por la libertad y la democracia, pretende convertir aquellos resultados en cenizas y perpetuarse en el poder pese al riesgo de guerra civil que acarrea, algo que le importa muy poco al chavismo revolucionario. Varios partidos políticos españoles (PP, PSOE, Ciudadanos, UPyD y PNV) firmaron hace unos días un manifiesto por la defensa de la democracia en Venezuela. Podemos no; ejemplar, inmaculado, democrático sin fisuras, rehusó firmar el documento, lo que le valió un duro editorial de El País recordando la participación en el modelo bolivariano de sus dirigentes.

¿Existe la voluntad de autodestrucción? Y aunque la veamos venir, ¿somos capaces de rectificar para evitarla? La noche de Reyes Magos -qué ironía tras las zafias cabalgatas- moría Pierre Boulez, transgresor conceptual, notable compositor, padre del serialismo integral y grandísimo director de orquesta (quedan muy pocos de su altura y conocimientos). Boulez fue el primero en estrenar la ópera Lulú, de Alban Berg, con su tercer acto compuesto por Friedrich Cerha a la muerte de la viuda de Berg, que se había negado a que la inconclusa ópera fuese completada al no hacerlo Schoenberg, creador del dodecafonismo y maestro de Berg y Anton Webern. Lulú es el paradigma de la autodestrucción merced a una vida siempre asomada al abismo y rodeada de compañías poco recomendables. Al final, convertida en prostituta, es asesinada en Londres por Jack el Destripador. No siempre lo que escogemos es lo que más conviene, pese a creernos más libres. La grabación de Lulú por Pierre Boulez, con Teresa Stratas y la Orquesta de la Ópera de París, es imprescindible. Y más recomendable aún para quienes el poder, a costa de cualquier precio o compañía, resulta un atractivo abismo aunque finalmente le devore. Y hablando de música: «Pedro y el lobo» -tantas veces dirigida por Boulez- es una composición sinfónica de Prokófiev. ¿Ya han adivinado quién es aquí Pedro y quién el lobo?