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Reinas Magas

Y saltó el escándalo. En este país escandalizable donde los haya, tragamos carros, carretas y bueyes enteros, nos la dan con queso, nos la clavan por el antifonario con tanta aplicación como regodeo, nos roban, nos toman por imbéciles y transigimos, y doblamos la cerviz mansa y descastadamente. Pero que no nos toquen las tradiciones, hasta ahí podíamos llegar.

Decía don Camilo, el del premio, que hay más personas escandalizables que hechos escandalizadores y en esta tierra reseca de tanto pasmo, a la que aún le pica la paja de la caverna, le sobran los motivos para escandalizarse. Pero sólo nos atormentan nimiedades, fruslerías, reinas magas, humo de pajas y naderías.

La derechona está inquieta, qué tendrá la derechona. Una marquesa de las que pintaba Mingote pero con menos gracia, suelta al éter la gran parida. A su niña le han destrozado la vida porque se ha coscado de que el traje del rey Melchor no es de verdad. A la marquesa, dulce flor de debilidad, le resulta imperdonable y carga su odio hacia la alcaldesa de Madrid. Coño, ni el traje del rey, ni el tractor que huele a noble estiércol de las eras, ni las coronas del chino de la esquina, ni toda la parafernalia de cartón piedra y plexiglás que, a buen seguro, no le quitarán una azumbre de ilusión y de magia a la mirada de un niño. Porque el niño, ve más allá. El niño tira más de espíritu que de prosaísmo, porque la magia de la cabalgata no está en la cabalgata sino en el niño que la mira, mal que le pongan delante un borrico con escafandra. La magia está en el brillo de las antorchas, o en el azul de las motos de los guripas que reflejan sus ojos miopes de razón. Ya se harán adultos, razonables e indocumentados.

Repare la señora marquesa y todos los conservadores y demás adoratrices que han puesto el grito en cielo, que en nombre de la santa tradición, se han cometido auténticas felonías. Fíjense en los siglos que tuvieron que pasar para que, merced a un sabio, reconociéramos que la tierra era redonda y que se movía. La cerril tradición mandaba y a punto estuvieron de dar matarile al sabio por blasfemo. El sabio era uno bajito y con barba llamado Galileo que, abjurando de sus ideas, iba mascullando por lo bajini: «Y sin embargo se mueve».

El problema del conservadurismo más mastuerzo radica en su miedo cerval a los cambios. No creo faltar mucho a la verdad si digo que este conservadurismo estanco lleva gobernándonos desde que Isabel la Católica saltaba la comba. El país calza la horma de su zapato, la talla de su camisa, la hechura de sus bragas. La de ellos. Pero el país, poco a poco se va dando cuenta de que los zapatos le vienen pequeños, la camisa grande y las bragas, de tan enjutas, le hacen llagas en el culo. Y salta la alarma, el escándalo, el miedo de siglos. Una reina Baltasara puede y debe ser un revulsivo, la esperanza de librarnos de una puñetera vez de la doctrina. Quitémosle de vez en cuando el nombre de varón a los mitos, que sólo son mitos, caramba.

Recuerdo nítidamente una imagen que se me grabó en el alma cuando yo era pequeño (parece mentira pero yo fui pequeño alguna vez). Iba con mis padres por la calle camino de la Plaza Mayor, en Salamanca, donde me nacieron. Franco aún no era una uva pasa y lucía saludable como en la cara de las pesetas. Un coche salió de pronto de una callejuela a todo gas. Conducía una hermosa mujer con un cigarro colgando de la boca. Yo acompañé con un gesto de estupor al gesto de contrariedad de mis padres. Éramos tres adoctrinados a los que le parecía insoportable lo poco común. Uno, con el tiempo y una pizca de criterio, tampoco demasiado, se fue quitando de encima los prejuicios y abriendo horizontes. El grito de la derechona ante la reina Baltasara mucho me recuerda a mi carita de querube aterrorizado ante la visión de la bella conductora que fumaba.

Hombre, ponerle un cigarro en la boca a Baltasara, tampoco procede, por lo de la salud pública y todo eso, pero unos zapatos cómodos, una camisa justa y unas bragas bien holgadas, algún día.

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