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Crónicas precarias

¿Cómo de fea y gorda eres?

En una escala del uno al diez, ¿cómo de feas, putas y gordas os consideráis? ¿Cuánta mala leche tenéis? ¿Cómo de histéricas sois? ¿Sonreís lo suficiente para no parecer amargadas? ¿Al miraros al espejo os sentís antiestéticas?

Lo comento porque todo indica que 2016 tampoco va a ser el año en el que a las mujeres se nos trate como a seres humanos de pleno derecho. Si no queréis ser humilladas, tenéis dos opciones: correr a la peluquería más cercana o esconderos en una gruta. Vamos, lo de siempre. No llevamos más de dos semanas de enero y ya hemos soportado un festival de insultos y faltas de respeto que confirman la excelente salud de la que goza el patriarcado.

No es una novedad que las mujeres que osan invadir el espacio público son miradas con lupa y marcadas a fuego. Pero estaba casi convencida de que el tono despectivo y barriobajero que hemos visto estos días en artículos y redes sociales ya había quedado relegado al ámbito privado. Maleducado y machista, pero privado. ¡Pues no! Los comentarios de compadreo canalla antes las tías gordas y putas que se atreven a existir siguen estando aceptados públicamente como una muestra de espontaneidad.

Incluso otorga cierto estatus ser el macho alfa que socarronamente llama fea a una diputada como argumento definitivo para desprestigiar su labor y su ideología. «Opino que esta señorita es un orco, por lo que su proyecto político queda invalidado. Si tanto os molesta será porque vosotras tampoco sois unos bombones y estáis muy resentidas». ¡Y que fluyan las risotadas de gañán para reafirmar un análisis intelectual de tanta finura!

Sin embargo, a sus ojos hay algo muchísimo peor que no ser agraciada: ser protestona y libre. Lo imperdonable es que no estén ahí para agradar, para ser dulce descanso del guerrero. Según determinados seres casposos que pueblan nuestro mundo, una mujer que no se desvive por conseguir su aprobación ya merece el descrédito absoluto. Si no quiere gustarles, no hay ningún motivo para que hable en voz alta.

Por eso se castiga tanto a las mujeres que parecen «demasiado serias», a las que no disimulan su ambición, a las que hablan de forma tajante y no intentan suavizar el mensaje con una sonrisita coqueta y un mohín humilde. A las que se visten como les da la gana sin pensar en los gustos de cuatro cafres trasnochados recién salidos de una tasca pringosa. Ya sabéis, ellos son líderes, ellas mandonas agrias y acomplejadas. Ellos tienen carácter, ellas son bordes. Nada nuevo bajo el sol.

Si se queda en su casa, a una mujer se le puede perdonar la vida y dejar que sea todo lo fea que quiera. Seguro que hace buenas croquetas y por lo menos compensa el insulto a la belleza que supone su mera presencia. Es demasiado horrorosa para compartir sus opiniones, pero nos sirve para limpiar el baño.

Resultan fascinantes los periodistas rancios que se sienten con el derecho moral de juzgar sin piedad a las mujeres con cargos públicos únicamente por su aspecto físico y su gracilidad. Debe de ser maravilloso ir por la vida con semejante aplomo, meterte un palillo en la comisura de los labios, pedir otro carajillo y comentar a grito pelado «¡Son todas unos marimachos!». Menuda paz espiritual atesorarán estos prestigiosos campeones de la dialéctica.

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