Ni es una maldición, ni es una fatalidad del destino, ni es inevitable; ni tenemos por qué despedir cada año con más de medio centenar de mujeres asesinadas por sus parejas o ex parejas. Eso a pesar de que España es pionera en la medidas protectoras, especialmente desde hace once años, a partir de la Ley Orgánica Contra la Violencia de Género; a pesar de que la vicepresidenta de la Generalitat Mónica Oltra proponga que el tema se trate como cuestión de Estado; a pesar de que decenas de mujeres hayan sido víctimas de acoso y de agresión en Alemania el pasado fin de semana con la indiferencia de la policía; a pesar de las miles de concentraciones en cada asesinato; a pesar de los pesares parece indefectible o una maldición del destino. Y no lo es.

El uso de la violencia en el espacio doméstico, intrafamiliar, ha existido a lo largo de los tiempos como parte integral del modelo patriarcal de familia. Lo realmente nuevo, -y es una aportación de la gran revolución del siglo XX: la de la liberación de la mujer-, es que haya dejado de considerarse un asunto privado para convertirse en algo socialmente condenable y legalmente punible, a ser un problema social y un delito. La violencia intrafamiliar es «violencia de género», en que las mujeres son las principales víctimas, con carácter prevalente nítido, de los asesinatos -que es la punta del iceberg- y de cualquier violencia física, genere o no lesiones, además de amenazas, coacciones, agresión sexual, y maltrato psicológico.

Las encuestas del C.I.S. (Centro de Investigaciones Sociológicas), vienen reflejando reiteradamente que los españoles tenemos un alto grado de valoración de la vida familiar y en pareja -lo puntuamos con 8'45 sobre 10- de manera general y en todos los estratos sociales sin apenas diferencias significativas. La valoración es alta aunque ligeramente menor en los hogares con dificultades económicas. Y no parece que haya empeorado con la crisis económica. «La desigualdad de género, y en particular el desigual reparto de la carga de trabajo así como las dificultades para conciliar vida familiar y laboral, o falta de ingresos suficientes son factores sociales, más allá del ajuste emocional, que propician la conflictividad conyugal. La desigualdad de género también se encuentra tras la violencia de género, de forma que a mayor grado de empoderamiento de las mujeres, menor es el riesgo de sufrir malos tratos y, por tanto, menor es la probabilidad también de que los menores sean víctimas directas o indirectas del maltrato». (Gerardo Meil. Satisfacción, conflicto y violencia intrafamiliar. España 2015 Situación Social). Con este diagnóstico reciente y detallado las políticas contra la violencia de género tienen que enfocarse hacia la promoción de la igualdad y el empoderamiento de la mujer, de una parte; y, de otra, a crear las condiciones que permitan conciliar la vida familiar y laboral. Evidentemente dotándolas de los correspondientes presupuestos.

«Violencia contra las mujeres: una encuesta a escala europea», que hace cuatro años ya realizó la Agencia Europea Para los Derechos Fundamentales (FRA), demostró sobradamente la gravedad del problema: Un tercio de las mujeres mayores de 15 años han experimentado violencia física y/o sexual; de ellas una de cada cinco sufrió posteriormente ataques de pánico, un tercio sufrió depresión. Más de la mitad de las europeas han sufrido acoso sexual. El 67% no comunicaron el incidente más grave a la policía u otra organización. Etcétera. Es en los países del centro y norte de Europa -Finlandia, Suecia, Dinamarca, Alemania, Francia, etcétera- donde más graves son los datos de la encuesta sobre violencia y superan ampliamente los registrados en los países mediterráneos.

España puede y debe exigir a todos los socios de la Unión Europea la ratificación del Convenio de Estambul aprobado por 47 miembros del Consejo de Europa en 2012 y que entró en vigor a mediados del 2014 tras ser ratificado por más de diez estados. El Convenio contempla como delito todas las formas de violencia contra la mujer: la violencia física, psicológica y sexual, incluida la violación; la mutilación genital femenina, el matrimonio forzado, el acoso, el aborto forzado y la esterilización forzada. Los países del sur pueden y deben exigir acometer las situaciones que los estudios revelan. Que, dentro de la defensa de los derechos humanos, el Convenio se traslade a una política europea contra la violencia de género, y con dotación presupuestaria suficiente. Si se quiere, se puede.