No esperen una obra maestra. Blackstar no lo es. Lo nuevo de Bowie, un artista que a sus 69 años (cumplidos el 8 de enero, el mismo día que han salido a la venta sus dos últimos álbumes) ya no tiene nada que demostrar y al que ya no hay quien mueva de ese Olimpo donde descansan los Elvis, los Morrison, los Hendrix, las Joplin o los Jackson (sólo uno, Michael), lo nuevo, decía, es un gran álbum, aunque no pasará a la historia por hallarse entre los mejores del Delgado Duque Blanco.

Superada la espectacular edición de su anterior trabajo, The Next Day (2013), tras diez años sin publicar un disco, Blackstar cuenta con la ventaja de que a su autor siempre se le espera. David Bowie es el típico artista que nunca pasa desapercibido ni deja indiferente porque en su haber se hayan algunas de las grandes obras maestras del rock de los últimos 40 años. The Next Day lo era. Eso sí era una obra maestra, y aquel regreso imperial, sazonado entre rumores sobre su salud y diretes sobre si sería posible recuperar al viejo Halloween Jack, puso el listón tan alto que algunos esperaban de este Blackstar la superación de la obra divina, el octavo día, el Armaggedon del rock and roll.

Blackstar es un disco bonito, experimental a veces, poblado de medios tiempos, ejecutado por músicos procedentes del jazz que no hacen jazz. Los grandes rockeros siempre se han visto atraídos por este lado oscuro de los músicos jazzeros porque tocan con maestría cualquier cosa que les pongan por delante. Bowie ya lo había hecho antes en los años de Serious Moonlight, la gira de Let's dance, cuando puso a las baquetas a Omar Hakim. Incluso de Carlos Alomar, su guitarrista de la época americana a partir de Station to Station, no se puede decir que fuera un rocker puro. Por tanto, lo de pasar la música del autor de Blackstar por la turmix del jazz tampoco es nuevo. Abundan por tanto los metales, los bajos bien tocados y una percusión exquisita. Todo bajo la producción de su más antiguo colaborador, Tony Visconti.

Como con semejante currículo Bowie ya lo ha hecho todo, en este disco se permite experimentar y buscar texturas y sonidos que no van a ser fáciles para tímpanos poco educados en su música (sí, todavía hay gente que espera que repita otro Blue Jean). El álbum se abre con Blackstar, una pieza de diez minutos cuyo tempo se parte en dos, a la manera del rock de los 70 o, como alguien ha querido comparar su estructura, del A day in the life de los Beatles. Las dos partes son preciosas y la canción que abre el disco se encuentra entre lo mejor del álbum.

Tras múltiples reencarnaciones (Ziggy Stardust, Aladdin Sane, Hallowen Jack, The Thin White Duke...), Bowie se nos presenta ahora como Lázaro. Es, con la que cierra el disco, la mejor pieza de las siete que lo componen. Por debajo del medio tiempo, Lazarus arranca con una parte de guitarra que podía haber firmado Bernard Sumner en Joy Division o el Robert Smith de los primeros Cure. La guitarra del final es absolutamente Cure. El tema, esta vez sí, es un guiño a los problemas de salud y al infarto sufrido en Alemania durante la gira de 2004 que le apartó definitivamente de los escenarios. Levántate y anda. Dada la enorme cantidad de canciones compuestas por Bowie a lo largo de su carrera (éste es su vigésimoquinto álbum de estudio) tampoco es de extrañar que el genio de Brixton acabe copiándose a sí mismo. El guitarrazo final se asemeja mucho al que aparece en la versión extendida de The stars (Are out tonight), de su anterior disco. Y cuanto más escucho Lazarus más me recuerda a Slip away, una de las grandes canciones de Heathen, su celebrado trabajo de 2002.

Tis a Pity She Was a Whore no pasará a la historia por encontrarse entre lo mejor del repertorio del Duque, pero agradará a oídos poco exigentes. Eso sí, tiene una de las letras más sucias de toda su carrera (? ella se quedó con mi polla, es una pena que fuera una puta). Tampoco es para enmarcar la muy jazzie Sue (Or In a Season of Crime). Una y otra ya las conocíamos de Nothing has changed, la recopilación de rarezas anterior a Blackstar.

Girl loves me es otro medio tiempo. Gran canción. El Duque nos reserva aquí otra exhibición de cómo cantar a los 69. Atentos, por cierto, a la percusión (en esta y en las demás canciones del disco) de Marc Guiliana.

Junto a Girl loves me, Bowie guarda toda la artillería para el final del álbum. Lo bueno de verdad está ahí, en esas tres últimas grandes canciones. Dollar days es un monumento a las guitarras y a los metales, pero I Can't Give Everything Away, que cierra la nómina, es sencillamente espectacular. Retrotrae a los años de Hours (1999) y a aquel glorioso Thurday's child.

Si os gusta Bowie os gustará este Blackstar; si no, es una buena oportunidad para comenzar de cero. La esencia de David Jones todavía pervive.