El otro día, me comentaba Andrés que estaba arrepentido de haber votado a Pablo Iglesias. Lo estaba, decía este señor de las tripas alicantinas, porque su papeleta -y el resto de las moradas- solo habían servido para dividir a los rojos en las gradas del hemiciclo. Tanto es así, que si se convocaran nuevas elecciones -algo muy probable, tal y como está el patio- lo más seguro es que votara en blanco por la intransigencia de algunos ante los posibles pactos postelectorales. Mientras hablaba con Andrés, la hermana del panadero charlaba con Ernesto sobre la encrucijada socialista. Decía esta señora -sanchista hasta las cejas- que si Pedro pactara con la derecha, no le volvería a votar en lo que le queda de vida.

Son precisamente estos diálogos extraídos de los corrillos callejeros, los que sirven al sociólogo para predecir los posibles escenarios tras los resultados del pasado diciembre. En primer lugar, un tripartito entre Pepé, Ciudadanos y PSOE, o dicho de otra manera, una «gran coalición a la alemana» sería, como dicen en mi pueblo, «comida para hoy y hambre para mañana». Lo sería, porque en la Hispania de Rajoy no estamos acostumbrados a los pactos antinatura. Juntar a liberales y socialdemócratas en un mismo saco corroboraría el «fin de la historia» anunciado por Fukuyama. Esta alianza otorgaría estabilidad a los mercados; frenaría la sangría -los recortes de los últimos cuatro años- y, por si fuera poco, serviría de ejemplo de cara a las voces internacionales. Ahora bien, formar una coalición de tintes antagónicos tendría sus costes en los futuros comicios. Muchos de los votantes, hoy socialistas, castigarían a los suyos con la abstención o el voto hacia Podemos. El partido de Pablo Iglesias se convertiría en el primer bastión de la izquierda y el PSOE sería un «cadáver político» durante, al menos, una legislatura.

Si la «gran coalición» no se llevase a cabo -algo muy probable-, lo siguiente sería un pacto de izquierdas entre Podemos y PSOE con la abstención de Ciudadanos. Dicha abstención estaría condicionada a que Pablo Iglesias renunciara al «referendum en Cataluña». Algo prácticamente insalvable, si tenemos en cuenta que el líder de la coleta es «rehén de sus socios nacionalistas». Luego, este hipotético escenario de un gobierno rojo, abanderado por Sánchez, es ciencia ficción con los mimbres que disponemos. Descartada la opción anterior, solamente quedaría convocar nuevas elecciones. La llamada a las urnas no sería bueno para nuestra economía ni tampoco para el Estado. La imagen de desgobierno de cara a las esferas exteriores nos situaría en los mismos precipicios que nuestra queridísima Italia. Llegados a este punto, ¿cómo sería posible la gobernabilidad de este país, sin necesidad de volver a votar en los próximos dos meses? La respuesta pasaría por dos hipótesis: la primera -y ya descartada de antemano- que Podemos cediera y rompiera los puentes con sus socios nacionalistas. La segunda, que Pedro Sánchez pusiera como condición al PP que derogase -con el consentimiento de Ciudadanos la reforma laboral, la LOMCE y la ley mordaza. Condición necesaria para construir nuevas leyes consensuadas sin el rodillo de las mayorías.

Si se convocaran elecciones y se presentaran los mismos candidatos y programas, probablemente -escaño arriba, escaño abajo- se repetirían los mismos resultados electorales. Y es que -queridísimos lectores- como dijo Einstein «Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo». Por ello, para evitar la máxima del maestro, sería conveniente un cambio de caras y retoques programáticos. Sería conveniente, como digo, que quienes han perdido votos en estas elecciones «se mirasen el ombligo» y pusieran sus cabezas a disposición de sus partidos. No olvidemos que el pluralismo actual pone de manifiesto «el tiempo nuevo» que anunció S.M. durante su discurso de investidura. Por lo tanto, sería muy necesario -por salud democrática- que nuestros políticos aprendieran a negociar de forma cooperativa para evitar, de una vez por todas, el sueño de los rodillos.