Los grandes partidos políticos en España vienen gozando de un poder excesivo, lo que los conduce irremediablemente al uso y abuso de sus prerrogativas, es decir, a corromper políticamente cuanta institución gobierne. Los pactos de la transición política tras la muerte de Franco consideraron que la estabilidad del momento pasaba por dotar a las fuerzas políticas de un poder suficiente para conducir sin sobresaltos al país hacia un régimen democrático. Esas fuerzas consistían en un centro derecha y un centro izquierda, es decir, en los que procedían del franquismo y los que se presentaron como reformadores socialistas, azules y rojos o el principio de un bipartidismo con roturas en la periferia nacionalista, y que convirtieron a nuestro sistema de partidos en un multipartidismo moderado.

Tras las últimas elecciones generales del 20-D, y a pesar del surgimiento de algunos partidos emergentes, el modelo multipartidista continua vigente aunque algo fragmentado. Los azules se han dividido en dos (Partido Popular y Ciudadanos), los rojos en otros dos (PSOE y Podemos) y la rotura periférica nacionalista sigue intacta, (PNV y Mareas en el Norte, y ERC, DL, En Comú y Compromís en el Este). Esta fragmentación es la que impide, de momento, la formación de una mayoría que permita gobernar sin esos sobresaltos que tanto asustan a las multinacionales y a la prima de riesgo. Así pues, continúan coexistiendo los dos cleavages principales sobre los que se asienta el sistema de partidos español: el de clase y el de centro-periferia.

Si algo puede haber cambiado en el panorama político español actual sería el reparto del poder entre los partidos políticos, que ahora resulta más disperso y por tanto menos expuesto a la corrupción política. Y este reparto de fuerzas obliga a los contendientes a cambios en sus estrategias y en sus estructuras de partido. En primer lugar, España necesita un gobierno estable que logre consolidar la recuperación económica y que salvaguarde el Estado de Bienestar, y eso pasa necesariamente por consensuar algún tipo de pacto entre las dos fuerzas políticas principales (unas nuevas elecciones no conducirán a cambiar la situación actual). Y en segundo término, ese pacto debe servir, además, para aprobar las reformas constitucionales que España precisa.

Sobre qué es lo que hay que reformar sobran en España especialistas en la materia, pero es evidente que hay que encontrar fórmulas para encajar en el modelo territorial al pluralismo nacional, que el poder judicial y el Tribunal Constitucional debe ser despolitizado y que el sistema electoral revisado para que la representación sea, efectivamente, proporcional.

El reparto del poder tras las últimas elecciones generales también supone el reparto de la financiación pública a los partidos políticos, la lucha por colocar a los afines en puestos de la Administración pública y un mayor esfuerzo fiscal para atender la multitud de demandas de gasto que vamos a ver proliferar por doquier, tanto a diestra como a siniestra.

Transparencia en la gestión de los recursos, rendición de cuentas y eficiencia y control del gasto van a constituirse a partir de ahora como medidas necesarias para mejorar la calidad de las instituciones y para evitar los casos de corrupción, algo a lo que ninguna fuerza política queda inmune.

En este proceso de cambio en el que se encuentra la política española también los dos grandes partidos precisan de reformas estructurales, cuya evolución discurre en paralelo a la de la misma sociedad. Ambos pertenecen al modelo de partido de cártel o partido electoral-profesional, modelo según el cual el partido que ocupa cargos en las instituciones públicas domina a los otros, pues contarían con más financiación pública y por tanto con más medios y recursos organizativos. Esa sería también la aspiración de los partidos emergentes, pues en ello les va su consolidación como fuerza política.

Como todos van a la caza del voto y de la financiación se olvidan de que una de sus principales funciones es la de «formar y seleccionar» a las élites del sistema político. «Formar» bajo el discurso de la transparencia, la honradez y la ética, y «seleccionar» bajo procedimientos democráticos internos, en listas abiertas y con la participación de militantes, afiliados y simpatizantes. Así que, cualquiera que desee incorporarse a esa élite debería ir a la sede de sus partidos con dos libros bajo el brazo bien aprendidos, uno sería La ética de Adela Cortina y el otro Modelos de democracia de Arend Lijphart. No agradezcan el consejo y auto-exíjanselo, la ciudadanía sabrá reconocerlo.