Alan murió, se suicidó el pasado 24 diciembre. Con apenas 17 años no pudo más, la sociedad lo devoró. Su pecado fue el luchar por su felicidad, pelear por sentirse bien en cuerpo y alma; sin molestar a nadie combatía día a día por escapar de un cuerpo que no respondía a sus sensaciones y sentimientos. De la mano de sus padres decidió cambiarse de nombre buscando uno con el cual responder con una sonrisa cuando hicieran referencia a su persona. Cuando a principio de ese mes de diciembre un juez le concedió permiso para cambiárselo en su documento nacional de identidad, no pensaba que iba a disfrutarlo tan poco tiempo, no imaginaba que en plena adolescencia y radiante como se sentía, se encontraría recorriendo un camino sin retorno, del que no podría escapar y que le conduciría hasta la misma muerte.

El camino que tuviste que emprender, ese perverso sendero, pasaba por el centro educativo, el instituto. Allí te esperaban tus verdugos. Te castigaron, te humillaron, sentiste su odio, el asco hacia tu persona. Nunca pudiste entender esa manía persecutoria, esa vigilancia enfermiza por controlar tu vida. Huyendo de tus agresores te dieron la opción, «te castigaron», a cambiar de centro y buscando un poco de paz lo aceptaste. Y mientras tus torturadores festejaban su «victoria» por apartar a un apestado de sus vidas, tú llegabas a un nuevo instituto y en seguida te diste cuenta que tu situación no había mejorado. Estigmatizado, solo, triste e incomprendido tuviste que asistir otra vez a un aula, deambular pasillos y compartir patio de recreo con compañeros, con adolescentes. Poco a poco y con horror viste cómo tus peores pesadillas empezaron a tomar forma y sin poder, ni saber cómo evitarlo, un día se volvieron realidad. Otra vez el suplicio de volver a convivir con tus afines se hizo insoportable, otra vez el miedo, la angustia, el dolor que suponía volver a un aula se apoderó de tu vida. Apenas dos días después de tomar las vacaciones navideñas y ante la imagen, ante la idea de volver al tormento en el que se había convertido el centro educativo, decidiste abandonar, tomaste la determinación de dejarnos, no viste otra forma de abandonar el maldito camino que una sociedad cruel te estaba haciendo recorrer, sin encontrar esperanza ni salida alguna que diera sentido a tu vida.

Alan, te dejaste llevar, nos dejaste en pleno debate electoral, con el sonido de los bombos de lotería resonando en nuestros oídos y en plenos preparativos de la cena de Nochebuena. Tu muerte apenas removió conciencias, escasamente hemos visto críticas, ni rasgaduras de vestiduras, que pusieran de manifiesto nuestro total fracaso como sociedad por no poder detener la barbarie que tuviste que sufrir. El horror que padeciste los últimos días de tu vida, al cual los adultos no supimos ponerle freno, tiene que servir de algo, me niego a pensar que tu muerte haya caído en saco roto, que haya sido una muerte más, una muerte inútil.

Quiero decirte que seguro que los adolescentes que te despreciaron, que te humillaron, te insultaron, no imaginaban que tendrías este dramático final; pero nosotros, los adultos, haciendo un pequeño esfuerzo para ponernos en tu lugar o pensando que puede ser uno de nuestros retoños o simplemente por experiencia, sabemos que el desprecio duele, los insultos acobardan, los descalificativos te hacen llorar, el sentirte perseguido te humilla, te hiere en los más hondo de tu ser. Con 17 años y todo tu mundo en juego, son motivos suficientes para tomar drásticas medidas y así acabar con la agonía en la que se ha trasformado tu vida. De poco valdrán las charlas sobre la prevención o de cómo abordar el complejo problema del acoso escolar mientras los adultos, los educadores, los padres, las autoridades no seamos capaces de ponernos en el lugar de nuestro vecino, mientras ignoremos las penurias por las que atraviesan nuestro congéneres; nuestros niños, nuestros adolescentes seguirán abrevando, seguirán mamando de la falta de empatía que les llevará a cometer actos tan aberrantes como los que se llevaron a cabo con Alan. Y mientras tanto en los centros escolares siempre habrá adolescentes que tendrán que recorrer el mismo sendero que Alan, esperemos que con distinto final, pero que no dejarán de ser un niño o una niña que sufre, que llora en silencio, que busca sentido a su vida y que, no olvidemos, podría ser tu hijo o tu hija.