Este, nuestro periódico, relataba en un magnífico reportaje la llegada de muchos de nuestros compatriotas que han salido de España para trabajar. Lo hacía desde el plano más personal posible. Ese que dibuja, dramáticamente, a las familias aguardando a sus seres queridos en el aeropuerto. A mí, por un instante, me recordó la primera vez que llegué al aeropuerto de Quito en Ecuador. Nunca había visto a tantos niños agolpados a una verja esperando a su padre o a su madre llegar de España. Todas esas caritas nunca se me borrarán. Me paré con el Doctor Alfonso Puchades porque quería ver todas y cada una de esas sonrisas, y todos y cada uno de los abrazos de esas personas que venían con unos maletones más grandes que ellos.

El regreso a casa, el regreso al cariño de tus seres queridos, es una experiencia que sólo los que hemos vivido mucho tiempo en el extranjero entendemos. Por eso soy tan antifascista contra todas esas miserias de los neonazis o los nuevos racistas. Yo fui uno de ellos y, aunque no lo hubiese sido, fui educado para entender a mi prójimo como mi hermano. Eso se lo agradezco a mi familia y a los jesuitas.

Sé que mucha gente ve como un drama el éxodo de miles de nuestros jóvenes, y no tan jóvenes, a otros países a trabajar. En cierto modo lo es. Pero también es una oportunidad. Muchas personas que edifiquen su experiencia en la vivencia de compartir otra lengua, y otra cultura, saldrán enriquecidos para el futuro. Yo lo veo positivo, con toda la carga emocional que supone alejarse de los más queridos. Es verdad. Pero también es cierto que nuestro país, a diferencia de otros países europeos, no tenía una tasa alta de gente que trabaja en otros países. Éramos uno de los países donde la movilidad interior y exterior era más baja.

Saquémosle lo positivo ante un hecho innegable. Salir al extranjero a trabajar es una gran oportunidad siempre y cuando uno tenga la oportunidad de volver y volver mejor. Con más experiencia vital, que la tendrá. Con un idioma muy mejorado que le abrirá más puertas. Con una riqueza cultural en la que el mestizaje hará maravillas. Ya sé que los argumentos que se vierten contra el éxodo de nuestras generaciones son compartidos, pero estoy hablando de sacar lo positivo de algo que no va a cambiar.

Para mí la llegada de la Navidad suponía días de zozobra y alegría. El abrazo a mis padres y a mi hermana a la llegada después de miles de kilómetros recorridos se me ha quedado grabado. El olor a ellos. Porque tenía la necesidad, como si fuese un perrito, de acercarme a su cuello y sentir carne de mi carne, sangre de mi sangre. Sé lo que es ver llorar a una madre al llegar y a la partida. Yo aguantaba como podía, pero sucumbía ante la tristeza. Pero eso, que fue duro, a mí me valió. Me hizo un sobreviviente en un mundo ajeno a los sentimientos humanos individuales. Hay como una especie de colectividad de los sentimientos y eso es un error. Cada uno administra su dignidad, sus miedos, sus tristezas y sus alegrías según le toca en cada instante.

Volver, como reza la película de Almodóvar, es una necesidad. Todos los que se van añoran aquello que dejaron atrás y siempre queda el anhelo de la vuelta. Por eso, esas imágenes que nuestro periódico volcó el otro día me hicieron volver a las mías. Fueron tiempos duros e intensos. Pero cada día de mi llegada y cada día de mi partida eran exactamente iguales que esos que vi en el reportaje.

No estoy diciendo que sea lo mejor irse de casa por necesidad. Estoy diciendo que a mí me sirvió para mi propia vida. Que he podido aportar a mi empresa y a mi sociedad algunas cosas que aprendí a base de sobrevivir, tal y como hacen todos los que se van al extranjero. Aunque quizás convendría no pensar en Europa como algo de fuera, y sí como algo de dentro. Los que piensan en negativo de Europa son esos que se la quieren cargar. Europa no es el problema, es la solución. Volver a tus brazos otra vez.