La lectura en voz alta de clásicos de la literatura infantil a un público expectante y exigente es, de entre las muchas y dichosas servidumbres de padre de familia numerosa, una de las que provoca tiempo después un recuerdo más agradecido. Los libros para niños -los buenos- esconden una seriedad que pone a prueba la madurez y el realismo de los adultos.

Por ejemplo, la saga de J. K. Rowling sobre las aventuras de Harry Potter brinda horas de emoción e intriga. Pero si las peripecias del joven mago y de sus amigos resultan tan fascinantes no es, me parece a mí, por la velocidad vertiginosa de sucesos que caracteriza la literatura y el cine contemporáneos, sino porque el mundo mágico de Potter no se limita a ser un orden paralelo del mundo real con el que no deja de relacionarse de continuo, infiltrándolo de excepciones y prodigios.

Es la unidad de ese universo de magos y de hombres el que sirve de metáfora comprensiva de la realidad y de la existencia humana. Efectivamente, hay caminos en la vida que como el tren de Hogwarts, solo se pueden tomar si uno se lanza de cabeza contra un muro y se atreve con lo imposible; o personas que cuando hablan vuelven luminoso y profundo lo que dicen, o que con solo hablar resultan «encantadoras», o te hacen sentir ligero y apenas tocando el suelo, mientras que otras nada más aparecer oscurecen los días y oprimen el pecho; hay lugares que uno ha mirado mil veces y nunca ha visto, o sucesos y personas que son verdaderas apariciones repentinas en el momento más precisado; hay gestos y dichos que despiertan todos nuestros temores, y otros que los apaciguan y nos consuelan.

No es necesario creer en la existencia de brujas para saber que hay mujeres (y hombres) capaces de lo inimaginable; pero los cuentos sobre ogros y brujas nos ayudan a no serlo y a reconocerlos, porque efectivamente, no existen pero haberlos haylos. Y es que la realidad a secas contiene tantos prodigios que su recreación no estaría completa sin el relato fantástico. Hay en el realismo mágico algo imprescindible para lograr el más escueto y sobrio realismo. Para comprenderlo hay que ser como los niños capaz de asombrarse: la realidad no es por sí misma tan escasa y anodina como nos proponen nuestros deseos despechados. Los adultos vivimos en una realidad recortada por nuestras decepciones y miedos. Y ese es en entre todos el más grave de los «recortes» que padecemos, aunque me temo que no se arregla engrosando partidas de los presupuestos generales.

Damos por hecho que no existen las islas del tesoro y que no merece la pena embarcarse en su búsqueda. Y no caemos en la cuenta de que la mitad del mapa que siempre falta consiste precisamente en preservar la ilusión y el coraje necesario para que existan. Además para encontrar tesoros hay que preguntarse por qué siempre están en islas en medio de océanos, y qué tienen que ver los tesoros con el mar y las islas, o con los desiertos y las cuevas, que son los otros lugares donde abundan.

El mar y el desierto son la geografía del tiempo. Allí nada permanece, todo fluye y cambia en un movimiento continuo que no permite construir nada ni erigir ninguna señal, ningún recuerdo. El mar y el desierto son el tiempo y sus efectos sobre todo lo humano: la ruina y el olvido. En cambio las islas batidas por las olas furiosas, o las cuevas rocosas bajo las tempestades de arena son lo que permanece, lo que no sucumbe con el cambio. Por eso son los lugares donde cabe buscar y encontrar tesoros que, como el oro y los dimanantes, se caracterizan por su inalterabilidad, por su resistencia al desgaste y al tiempo. Un tesoro es cualquier cosa cuyo valor permanezca inalterable a través del tiempo y de los cambios de la vida y del corazón, más furiosos y destructivos incluso que las olas y las tempestades. Y eso es lo que los adultos no nos atrevemos a creer que exista, porque ya no tenemos ni el coraje ni la ilusión necesarios para buscarlos.

Y esa vida recortada por el desengañado cinismo que llamamos madurez se expresa indisimulable en nuestra incapacidad para regalar, pues hacerlo requiere ser rico y tener en abundancia en el exacto sentido de que hay que tener tesoros que entregar, es decir, amores y lealtades sin dimisión, fidelidades sostenidas, ideales que no se gastan y personas a las que adorar. Los obsequios no pasan de ser meros objetos si no contienen algo de lo anterior. No hay pobreza mayor que no tener nada que ofrecer.

Esa es la enseñanza imperecedera que entrañan las tres figuras que atraviesan el desierto como navegantes guiados por una estrella y cargados de tesoros para regalar. Y desde luego que merecen el título de magos y de principales o de Reyes entre los sabios.

Magos y sabios porque sus tesoros como todos los auténticos regalos sacan a la luz las maravillas ocultas en la realidad común, como el prodigio de la luz de cualquier rostro humano, o la mera existencia de alguien para quienes le aman, o lo literalmente adorable en el caso de aquel Niño en una casa pobre en una región sojuzgada de hace dos mil años.

Pero para tener tesoros hay que atravesar los desiertos y océanos de la vida cargando con su peso. Solo a su través nos convertimos en isla o en cueva donde, a su vez, otros puedan buscar y encontrar los tesoros que buscan. Todos somos buscadores de tesoros, aunque no sabremos hasta el final si para saquearlos o regalarlos, es decir, si para matar la inocencia como Herodes o adorarla como los tres Reyes Magos.

Se entiende bien aquello que decía Adorno al asegurar que «los hombres están olvidando lo que es regalar». Saber regalar requiere una inclinación tan feliz y favorable hacia alguien que si no fuera posible «quedarían precisados del regalo aquellos que no regalan. En ellos se arruinarían aquellas cualidades insustituibles que solo pueden desarrollarse sintiendo el calor de las cosas».