Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

La importancia de llamarse Borbón

Para mí tengo que en el mensaje navideño de la pasada nochebuena Felipe VI se marcó un Felipe V sin mayores miramientos. El retroceso en el tiempo fue tan acusado y repentino que a alguno, entre los que me cuento, se le atravesó el polvorón y el gaitero con toda su gaita en el gaznate. El barroquismo y lo teatral de la puesta en escena bien hubiera podido redondearse sentando directamente al chico del campechano en el trono, con su corona y su piel de armiño. Curioso que en el país de la zozobra y los desahucios, de los lunes al sol y los martes al calorcito de los cajeros, se intente tranquilizar al vasallaje desde el salón más suntuoso de un palacio. En el arranque del discurso (formalmente aséptico y de cartón piedra, huero y vacío de contenido, como todos) intenta justificar su elección vendiéndonos la moto de la grandeza de España. La moto de que el palacio real es de todos, como el primo que te ofrece su casa. La talla de los escritores y artistas españoles y tal (recordemos que El Quijote se escribió en una celda). Y no cuela. Lo que pretendía era demostrar la grandeza de la monarquía en un intento descabellado por espantar los fantasmas aulladores de la república. No cabe olvidar que en el techo de la fastuosa estancia está pintada por Tiépolo la alegoría «La grandeza de la monarquía española». Francamente gráfico.

El discurso fue un intento de parar con ínfulas, apelando a lo supuestamente impresionable del pueblo, la hemorragia por donde se van al desagüe las prebendas y la vida muelle, el negocito (el duque empalmao y la infanta que no sabe nada, a punto de chupar banquillo). A mayor abundamiento, la parroquia, cuyas zurradas carnes empiezan a estar cansadas de tanto vapuleo, comienza a plantearse seriamente la utilidad de esa figura retórica que es la casa real, con sus fastos, sus pompas, sus vanidades, sus corinas, sus coleguitas embreados de petróleo, sus bribones. Cansada de tanto sacamantecas. El mensaje navideño no era una arenga al pueblo, ni a su unidad, ni a la concordia, ni al orgullo de sentirse español (que debe ser algo así como sentirse orgulloso del sistema métrico decimal- Foxá, dixit) y todas esas vacuidades que sueltan con solemnidad, sino una reafirmación en la aldea, perdón, en la monarquía, un infatuado intento de hacer ver al pueblo la importancia de llamarse Borbón.

Decía Felipe que había elegido el salón de tronos del palacio real porque era la síntesis de la grandeza de la cultura española. No. El salón de tronos de palacio es la síntesis de la megalomanía de ilustres bobos mononeuronales. El arte siempre fue para ellos y para la iglesia su ramera de lujo. Su medio de propaganda, su panfleto, porque poco más allá veían. Reparen en que Velázquez era el auténtico Velázquez cuando pintaba bufones, enanos, desfavorecidos. Tiene infinitamente más alma el retrato del bufón Calabacillas que cualquiera de los que le hizo a Felipe IV o el de Baltasar Carlos a caballo. El salón de tronos de la casa real es un compendio del arte arrastrado al servicio de la vesania y el trágala perro de una casta de abusones que, a estas alturas, aún siguen agarrados a la teta nutricia de un pueblo servil, aterido y complaciente, paralizado por el miedo o por la inercia.

Y así seguimos al cabo de los siglos.

Ahora no hace falta acercarse al palacio real para husmear en la grandeza de ceniza, calzando alpargatas, con un frío de siglos en la boina y chafando cagallones de la real caballería. Nos la sirven por la tele, entre mazapán y mazapán, y nos dejamos querer, que es lo más triste. ¡Ay, qué gran vasallo si hubiere buen señor!

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats