Más allá del resultado de las últimas elecciones sigue siendo España un país donde ocurren a diario eventos de todo tipo. Se suceden actos heroicos con miserables; sucesos dignos de nuestra gratitud con otros donde lo más cobarde se hace patente. No queremos decir que el proceso de necesarios pactos entre los cuatro principales partidos políticos que se ha iniciado no requiera nuestra atención, pero sí que no debe alejarnos de la realidad de una sociedad que sigue formándose por lo mejor y lo peor de nosotros.

Ha llamado nuestra atención esta semana las declaraciones del obispo de Córdoba, Demetrio Fernández, en las que afirmaba que la fecundación in vitro es un «aquelarre químico de laboratorio» y que por tanto nunca debería llevarse a cabo puesto que los hijos deben nacer del «abrazo amoroso de los padres». Hemos sido siempre desde estas páginas muy respetuosos con la Iglesia Católica cuando reduce su ámbito de actuación a lo que le compete, es decir, a tratar de encontrar un sentido a la vida de las personas que creen en un más allá y cuyos destinos se rigen, al parecer, por la misericordiosa voluntad de un Dios omnipresente. También hemos alabado en alguna ocasión el trabajo llevado a cabo por párrocos de barrio, como el padre Ángel y su Mensajeros de la Paz que, alejados del boato que tanto gusta a la jerarquía católica española, se dedican a tratar de ayudar en lo posible a los más desfavorecidos. También tenemos en nuestra memoria a los cinco jesuitas asesinados en 1989 en El Salvador, junto a otras tres personas salvadoreñas, entre las que se encontraba Ignacio Ellacuría, ideólogo de la Teoría de la Liberación, corriente religiosa que tiene como aspecto fundamental la protección de los pobres frente a los abusos de poderes económicos o militares y el señalamiento de las desigualdades económicas como elemento básico del sufrimiento de buena parte de la humanidad. Pero al mismo tiempo no podemos dejar de señalar lo dañino que resulta para la propia Iglesia Católica declaraciones como a las que nos hemos referido sobre la fecundación in vitro u otras en las que advertía que en el matrimonio el varón debe ser muy varón y la mujer lo más femenina posible, declaraciones que nos recuerdan al nacionalcatolicismo más rancio del franquismo, cuando la división en clases sociales y el sometimiento de la mujer a la tutela del hombre llegó a cotas deleznables.

Mal hace la Conferencia Episcopal española en permitir que uno de sus principales espadas acuse a los medios de comunicación de incitar a la fornicación, comparar la Ley de Igualdad de Género con Herodes o decir que la Unesco tiene un plan para que la mitad de la población mundial se haga homosexual, declaraciones que el propio obispo recoge en videos que publica en internet. Si la Iglesia Católica quiere algún día tener una influencia positiva y beneficiosa sobre la sociedad española debería cambiar a determinadas personas y argumentos.

También hemos conocido que el pasado día 24, Alan, un joven transexual de 17 años se quitó la vida al no poder soportar más el acoso al que era sometido por parte de sus compañeros de instituto. De nada le sirvió cambiar de centro escolar. Esta muerte nos recuerda que España aún se encuentra muy alejada de la pretendida modernidad en la que decimos estar, porque debajo del escaparate creado por el progreso económico, los programas de televisión que prometen una realidad inexistente o las redes sociales, se sigue atacando a todo aquel que es tachado de diferente. Es cierto que el nivel de comprensión y tolerancia ha evolucionado de manera positiva en estos últimos años. Los jóvenes de hoy día han crecido en el mundo de las ONGs, en un entorno social que les emite continuamente mensajes de respeto hacia el diferente, pero continúan produciéndose hechos que nos retrotraen a la peor época reciente de nuestra historia, a una época rancia y chabacana donde los discapacitados y cualquier acto que supusiera una opción sexual distinta a la marcada por la dictadura franquista, en connivencia con la Iglesia Católica, se convertía en diana de escarnio y persecución. Una herencia cuyos resabios continuamos observando de vez en cuando y que poca utilidad tienen para conseguir una sociedad justa.

Puede que los españoles creamos que hemos alcanzado el nivel que nos convierte en un Estado moderno del siglo XXI porque conducimos coches de importación alemanes, nos vamos de vacaciones a Punta Cana o vemos en la televisión programas que tratan de convertir a niños en maestros de cocina. En realidad, debajo de ese supuesto avance subyace un sustrato que sale a la luz de diversas maneras que nos recuerda la necesidad de seguir invirtiendo en cultura y en educación. Pero no en una educación que trate a los alumnos como meros futuros trabajadores sino en una educación en la que justicia social, la tolerancia hacia los inmigrantes, el arte, la filosofía, la reflexión política y la literatura formen parte esencial del currículo educativo. Frente a una sociedad en la que se ridiculiza lo que tenga que ver con la cultura, en la que los empresarios desconfían de trabajadores con inquietudes intelectuales y en la que el dinero, la televisión basura adocenante o la ropa exclusiva son, para muchos, alicientes vitales algunos seguimos creyendo en un mundo mejor.