Hoy he vivido, sin quererlo, una escena desagradable que me ha provocado tristeza. Mi nieto de seis años venía conmigo y me ha dado rabia y pena que presenciara semejante situación.

Era viernes por la tarde, bajábamos al centro en el tranvía para ver el ambiente navideño, y estábamos contentos. A nuestro lado se colocaron un padre con su hijo de unos nueve años. De pronto les sonó el móvil y empezó la locura.

El padre se puso a insultar a la madre del niño a voz en grito, diciendo barbaridades que se oían en todo el vagón. De tanto en tanto le decía a su hijo: «Tu madre está loca, se le ha ido la cabeza».

Alternaba el teléfono con las increpaciones al niño, que bajaba la cabeza avergonzado, con una expresión muy triste en los ojos. Colgaba y volvía a llamar, una y otra vez. Hasta se le cayó el móvil dos veces de la alteración. Estaba tan fuera de si que daba miedo.

Nos cambiamos de sitio, tratando de alejar a mi nieto del desastre que estaba teniendo lugar a nuestro lado. Le conté un cuento y lo entretuve como pude, aunque creo que no fue suficiente, los gritos eran demasiado fuertes. Cuando el hombre elevaba la voz, yo chistaba, pero con poco empuje. No me atreví a decir nada para que no se me encarara y la cosa fuera a peores, y es ahora cuando pienso que todos los presentes fuimos un poco cómplices, con nuestro silencio, de aquel desatino.

Cuando se bajaron, varias personas hablamos de lo ocurrido con alarma e indignación. Expresamos nuestra preocupación no sólo por el niño implicado, sino por los demás niños que estaban presentes y escucharon el jaleo.

Y es que en muchas ocasiones no nos damos cuenta de que los niños están aquí mismo, justo al lado de nuestras conversaciones cargadas de tensión, de los insultos lanzados en plena vorágine conductora, de las escenas morbosas o subidas de tono que aparecen continuamente en la televisión.

Son testigos de los encontronazos con otras personas, de las críticas furibundas a los políticos, árbitros de fútbol o a los vecinos de arriba, de las agresiones verbales o físicas en las competiciones deportivas?

Los niños están aquí, viven con nosotros, lo ven y lo oyen todo. Marta, una niña de cuatro años me dijo una vez que ella escuchaba desde su cama todo lo que hablaban sus padres por las noches. Y es lógico, tienen que aprender cómo es eso de vivir en el mundo, y lo hacen de la mejor manera que saben: curioseando, observando, escudriñando, recopilando datos, recordando? No podemos pedirles que estén atentos solamente a los saberes, y pretender que se desconecten cuando hay acontecimientos inadecuados.

Ellos ven la sangre que enfocan morbosamente algunos cámaras de televisión, ven las peleas al terminar los partidos de fútbol, ven a los niños que caminan interminablemente buscando dónde vivir, ven los debates-combates? Lo ven todo.

-¿La gente puede comer gente?, pregunta un niño de cinco años a sus padres.

-No, que va, no te preocupes, -le responden.

-Es que he oído en la televisión que un hombre mató a una chica y se la estaba comiendo poco a poco.

-Bueno, pero habrá sido algún trastornado, un enfermo. Eso no es normal, no pasa casi nunca.

-O sea, que puede pasar?

Y cuando los adultos nos ponemos reflexivos y amantes de los valores, del buen ejemplo y de la educación para la ciudadanía, los niños nos sorprenden señalándonos nuestras contradicciones. Entonces nos extrañamos. Recuerdo un día en que uno de mis alumnos pegó a un compañero. Enseguida intervine en plan conciliador:

-¿Qué te ha pasado? ¿No sabes que no hay que pegar a los demás? Hay que hablar de los problemas que surgen.

-Pero es que siempre me está pegando y ya he hablado muchas veces con él.

-Hay que seguir intentándolo, y, en todo caso, avisarme ¿No ves como la gente mayor no se pega, sino que hablan para ponerse de acuerdo?

-Pues ayer salió en la televisión un futbolista que le mordió en la oreja a otro.

Creo que tendríamos que poner a punto nuestra innata actitud de protección a la pequeña infancia, porque no es bueno este dejar que las cosas sucedan sin más, alarmando o angustiando a nuestros niños. Urge practicar la valentía y la implicación en momentos como los que viví el día del tranvía.

Y también urge exigir una televisión respetuosa que no invada el mundo interior de los niños. Ellos tienen derecho a crecer despacito, saludablemente, sin agobios adicionales, y sin más desgracias que las inevitables.

¡Cuidado con lo que se dice, los niños están aquí!