No es tema baladí la disquisición de la legislación como ciencia y/o como arte, o las dos cosas a la vez. Es evidente que las leyes surgen al sistema para resolver problemas, no para que una ley, por deficiente técnica legislativa sea incomprensible, contradictoria con el resto del ordenamiento y se la añada su inconcreción para el operador jurídico que tiene que interpretarla (juez, poder público, etcétera). ¿Cuál será el básico principio constitucional dañado?: inexorablemente la seguridad jurídica (artículo 9.3 CE). Cuando intitulo el presente articulo como La buena Ley estoy valorando negativamente el uso y abuso, ad nauseam, que ha hecho gala el Gobierno de España en su producción normativa del Decreto-Ley. Con ello ha evitado debate, análisis, confrontación de ideas con el resto de grupos parlamentarios. Este abuso entraña muchos riesgos, y el primero de ellos de técnica legislativa ya que estas normas suelen ser de difícil encaje en las leyes que modifican con carácter de urgencia, planteándose así contradicciones e incluso discordancias.

Ejemplo de una ley inestable, en constante y permanente reforma: la Ley Concursal. En el presente caso, como refiere el magistrado mercantilista, Fernández Seijo, el problema adicional aquí ha sido el impulso de esta norma por el Ministerio de Economía y no por el de Justicia, Y que eso ha determinado que sean las claves del funcionamiento del mercado las que hayan inspirado las reformas sucesivas e inacabadas. Con ello se margina los valores y garantías desde la perspectiva de la justicia.

Además, la Ley tiene que ser sencilla, entendible por la ciudadanía. Naturalmente que esta exigencia va anudada a la calidad de la norma. Además, si es perdurable en el tiempo mucho mejor. Nos preguntamos ¿para quién van destinadas las leyes? ¿Sólo para los eruditos? La respuesta es no, con trazo grueso; van destinadas para el común de la ciudadanía. Y no podemos anteponer el axioma contenido en el Código Civil que señala que «la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento». No, no. La responsabilidad es del legislador. El origen de esta regla es el Derecho Romano, referida a una época en la que los ciudadanos se regían por un cuerpo de leyes contundentes, limitadas y de fácil acceso. No es tanto la obligación de que todos los ciudadanos debamos de conocer las leyes (exigencia imposible cuando estamos a presencia de un legislador motorizado) sino en la necesidad del Estado de Derecho de que las normas jurídicas tengan general aplicación aún para aquellos que de hecho ignoren sus disposiciones.

De otra parte, la ley es uno de los instrumentos más dignos de la intervención del Estado, por lo tanto, debiera desprenderse de la imperante expresión de poder que se anuda en torno a la misma, y trocarse, como señalaba la etapa de la Ilustración, en la voluntad alumbrada por la razón. Pero hete aquí que, en muchísimas ocasiones, la razón ha sido un valor secundario, casi escondido en el contenido de la norma.

A mayor abundamiento creemos que deben haber menos leyes (existe una inflación legislativa que indigesta; y, sobre todo, proyectada en el último tramo de la legislatura que ha finiquitado con la mayoría absoluta del partido conservador), más claras, y que se cumplan, que no sean instrumentos inertes sin aplicabilidad práctica. Todos, a lo largo de nuestras vidas, nos veremos afectados por la ley, por la norma, en un determinado ámbito, y desearíamos que ese ordenamiento jurídico fuera inteligible para comprender con razonabilidad su contenido y que no hay ningún atisbo de arbitrariedad.