Si alguno o alguna de ustedes dos no conoce todavía el resultado de las elecciones del pasado domingo no seré yo quien le saque de su envidiable letargo existencial, ese beatífico autismo holista que supone haber resistido tediosas semanas de campaña electoral trufadas por las sabias reflexiones de áuricos analistas; haber driblado el repiqueteo machacón de las encuestas a pie de urna; y, lo más difícil, casi imposible, haber superado indemne esta dura semana de infierno postelectoral rodeado de adivinadores con chistera, expolíticos aficionados al sol y sombra (o carajillo doble de whisky, según el día), romanceros sin oficio en busca de un plató desde el que martirizar a la ciudadanía con sus obviedades, y politólogos en paro, todos ellos pregonando que ya sabían lo que iba a pasar y anunciando lo que pasará. De ahí que les aconseje volver al autismo conceptual, a la ignorancia estadística, da menos dolores de cabeza y no necesita ansiolíticos (en el peor de los casos, y al primer síntoma, pueden solucionarlo con un contundente plato de callos y morros -en ocasiones gusto cortejarlos de unos garbanzos pedrosillanos- junto a un buen Monastrell, monovarietal, of course, nada de esnobistas coupages con Cabernet, Syrah o Merlot, que igual les da por afrancesarse y convidar a Robespierre a media ración del plato de vísceras a cambio de que les preste la guillotina.

Pero como cierta parte del ser humano ha leído en la intimidad las propuestas que Sacher-Masoch nos relata en su libro «La Venus de las pieles», distribuiré furtivamente unas deliciosas raciones de masoquismo electoral indicándoles que han ganado el PP, el PSOE, Podemos y Ciudadanos. Todos. Los más pequeños también, sí, pero como no creo necesario aplicarles más sumisa perversión a base de cuero rancio y látigos emergentes, les ahorraré el castigo de citárselos. Es patético observar las caras -no duras, en el buen sentido- de los líderes políticos y sus pelotilleros de cámara compareciendo de madrugada en televisión tras el resultado de las elecciones. Menos el amigo Pablo Iglesias, (el otro), que sacó de nuevo su auténtica cara, la única que tiene, el resto de dirigentes no expresaron la más mínima mueca de congoja, el más mínimo signo de contrición ni muestra de autocrítica o vergüenza. Todos y todas sonreían dándonos a entender que como somos imbéciles, cuatro años más tarde volverán a sonreírnos a cambio de un puñado de votos que les daremos sonrientes.

Sin embargo, en el sinuoso camino que conduce al escaño, algunos popes eternos de nuestra política se han quedado de pie, sin asiento. Así, el inmortal Ciprià Ciscar, socialista valenciano que lleva en política desde 1979 -toda una vida al servicio del pueblo-, pierde su plaza de diputado tras 28 añitos de nada, sin contar que antes fue alcalde de Picaña, diputado autonómico, conseller de Cultura y Educación, y secretario de Organización del PSOE. Es hermano de Consuelo Ciscar, del PP y exdirectora del IVAM, casada con el exconseller Rafael Blasco, que fue militante del FRAP, PSPV-PSOE y finalmente del PP, hoy cumpliendo condena en la cárcel de Picassent. ¿La casta? Pero tampoco veremos en el Congreso al «general» podemita Julio Rodríguez, hombre de armas que, al contrario de lo que hizo Johnny en la película de Dalton Trumbo, dejó su fusil para abrazar los claveles rojos de la paz. Otra vez será, mi general. Me olvidaba, tampoco estará Carmen Lomana.

No voy a diagnosticar qué puede pasar en España tras el endiablado panorama de siglas políticas e ideologías que van a sentarse en el Congreso. Busquen ustedes dos la respuesta en los analistas mediáticos y encontrarán la que más les plazca; hay para todos los gustos en función de a quién obedezcan dichos profetas. Pero a mí se me antoja que España puede quedar como la ópera El Castillo de Barbazul, una sinfonía con voces compuesta por un joven Béla Bartók en la que sería su única incursión en el mundo de la lírica. Y como ha muerto Kart Masur, uno de los últimos grandes directores de orquesta de los viejos tiempos (ahora todo son nuevos tiempos, nuevas políticas), recordaré que el maestro alemán fue un ardiente defensor de la democracia y la libertad en la comunista República Democrática Alemana, un paraíso con su ominoso Muro de Berlín, su siniestra Stasi y su igualdad, todo ello magistralmente reflejado por el director Donnersmarck en la oscarizada «La vida de los otros». Tengo para mí que Masur nunca grabó El castillo de Barbazul, pero estoy seguro que entendía lo metafórico del drama «bartokiano» simbolizado en sus siete puertas.

Tras las elecciones españolas también hay siete puertas: PP, PSOE, Podemos, Ciudadanos, ERC, DiL y PNV. ¿Quién tiene las llaves? En la ópera de Batók una curiosa y enamorada Judith, al ir abrir una tras otra las puertas del castillo, contempla la tortura, las armas, la sangre, las sombras tenebrosas, las lágrimas y, por fin? Escuchen la ópera, medítenla y descubrirán qué había tras la séptima puerta, ahí encontrarán la respuesta. En ocasiones, el amor y la curiosidad pueden ser peligrosos. No es premonitorio, es sólo una ópera de Béla Bartók que hoy rindo en homenaje a otro viejo, Kurt Masur, que se ha ido. Él si conocía la respuesta: vivió el paraíso comunista. ¿Y usted?