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España, camisa blanca

España es país de adoradores y adoratrices. Aún no nos hemos quitado de encima el pelo del atavismo, la fascinación por los tótems. En este país necesitamos sentirnos protegidos por algo, aunque sea por una entelequia. De modo que uno no es muy español que digamos si no es del Madrid o del Barça, si no escupe por el colmillo y se palpa el bulto en un bar (ese templo de muñidores) si no vuelve la vista para mirarle el culo a una señora de buen ver y mejor palpar, si no es del PP o del PSOE, si no es churra o merina. No votamos a los Reyes Católicos o a Fernando VII porque nos pillan un poco a trasmano.

España es la camisa blanca de un fantoche. El que alza los brazos en los fusilamientos del tres de mayo de Goya. El ejército francés nos metía a patadas la luz de la ilustración, de la enciclopedia, pero sólo veíamos la maquinaria bélica a la que nos enfrentábamos a pecho descubierto. Ahora no ponemos el pecho, sino el culo para que sigan dándonos por el antifonario con fundamento y esmeradas y, aún, aseadas maneras (perdonada sea la forma de señalar). Y seguimos sin mirar a la luz.

Y volvió a pasar. Cuando despertamos el lunes pasado, el dinosaurio aún seguía allí. El dinosaurio del bipartidismo, del terrorismo de estado, de los «corrutos» (Pepiño Blanco, dixit), del cuñadismo, de los imputados e imputadas, de los desahucios, de los suicidios, de la barra libre para los mamelucos antidisturbios, del que se jodan, de los sobres color garbanzo, de las preferentes, del Luís sé fuerte, de las tarjetas black, del alcalde que quieren que sean los vecinos el alcalde, de los finiquitos en diferido en forma de simulación, de la segunda ya tal. El dinosaurio que no sabe por qué llueve, que no pisa la calle, que no ve, porque no bebe el vino de las tabernas, que no ve a las personas que viven de un cartel donde pone, «Una ayuda. Estoy en la calle». O bien: «Tengo tres hijos y no puedo darles de comer». El dinosaurio que abre la boca toda dientes y nos deglute en forma de paro, contratos de mierda, mentiras, cubos de la basura y miseria. El dinosaurio que trinca una pastizara con su sueldo de por vida aunque no haya cotizado lo que a todos nos exigen y se mete de mandarín en una macro empresa a la que previamente ha beneficiado con el sudor y las lágrimas congeladas de todos. Vuelven por Navidad el dinosaurio y su piorrea, su halitosis, la incertidumbre, la rabia, el desconsuelo, la desidia, el plasma, la cuadratura del círculo, el sistema métrico decimal y el coño de la Bernarda.

El domingo pasado, después de meter mi voto en la ranura del aire, me senté en el sofá, respiré hondo y enchufé la tele, los sondeos, los resultados, la cosa. El dinosaurio crecía y crecía y el mal sueño era real. Llevamos el carpetovetonismo en la sangre, en esa sangre de Caín donde campa a sus anchas el tumor de Alvar-González. Seguimos siendo, con Machado, las dos Españas a las que seguimos consintiendo que nos hielen el corazón, las asaduras, la esperanza. Pisamos la niebla porque nos sigue dando miedo prescindir de los tótems, de los ídolos de barro que, aunque nos ninguneen y nos metan de hoz y coz en la más sedosa de las miserias, son nuestros, nuestros queridos, benefactores fantasmas.

Redondeando. Sigue bailando el bipartidismo la lambada sobre el ruedo ibérico. Millones de españoles le hacen los corifeos y meten pierna buscando el calorcito de la inercia, de la seguridad de mentira y cartón piedra. César Vallejo, un poeta peruano del Perú, escribió esto sobre las orejas de su burro peruano y las once en su experiencia personal. «?Si hay ruido en el sonido de las puertas, si tardo, si no veis a nadie, si os asustan los lápices sin punta. Si la madre España cae -digo, es un decir- salid, niños del mundo. Id a buscarla». El poema se titula «España, aparta de mí este cáliz» y creo que debiéramos hacerle caso. Buscarla, buscar algo. Quitarnos de una vez el miedo a un lápiz sin punta.

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