Nunca me ha preocupado en exceso la edad, menos aún cuanta más voy teniendo; y, si soy sincero, sentía más ansiedad no cumplir años cuando era joven que este inevitable paso del tiempo que refleja mi carné de identidad. ¿Y eso por qué? En mi opinión se trata simplemente de la experiencia que nos proporciona la edad conforme la vamos asumiendo, de la digestión pausada de conocimientos, vivencias, realidades, costumbres, éxitos y frustraciones. Y todo ese conjunto de vida asimilada solo lo proporciona la edad. ¿Y dónde queda la eterna juventud? Sí, de acuerdo, resulta una quimera seductora, singularmente literaria, muy cinematográfica, una recurrente ficción científica a modo de reto futurible que el ser humano afronta desde el principio de los tiempos. En el pasado, con pócimas, sortilegios, embrujamientos, ventas al diablo cojuelo y toda suerte de sueños imposibles en el que algunos seres humanos (pocos y privilegiados) alcanzaban el inquietante don de la inmortalidad. No importaba el precio. Y en la actualidad, desde que quisimos creer que Walt Disney había sido congelado a la espera de que la ciencia hallara la formula de volverlo a la vida, no paramos de leer que un día, lejano sin duda, el hombre será casi inmortal -y la mujer, o quizá más ella, que estamos en día electoral y no quiero que se enfaden y confundan las políticamente correctas- merced precisamente a los avances científicos, médicos y tecnológicos. Desconfíen.

Este larguísimo exordio poco tiene que ver con reflexiones metafísicas, ontológicas o científicas, bien al contrario; trae causa de las constantes alusiones que en el transcurso de esta campaña electoral hemos padecido a costa de la vieja y la nueva política, los viejos políticos, inservibles, amortizados por razón de edad, frente a los jóvenes políticos emergentes. Lo viejo y lo nuevo adquieren así el acomodo metafórico de una sociedad política mejor que otra. Y en esa insalvable némesis encontramos la salvación, qué paradoja. Yo no lo creo. Tanto el amigo Rivera como el intelectual kantiano Pablo Iglesias (el otro) no han parado de referirse a lo nuevo y lo viejo como señal dinamizadora del cambio. Y no se entiende muy bien esta repetitiva amonestación cuando los podemitas, por ejemplo, tienen -solos o en compañía de otros y otras- entre sus filas a la joven Carmena en Madrid, 71 años, al joven general Julio Rodríguez, hibernado a la espera de hacerlo ministro de Defensa, 67, y al mismísimo Monedero, 53 primaveras; o entre sus ídolos totémicos a chavales como Chávez (fallecido con 59 años), el joven Maduro (ocasional oxímoron, no crean que lo hago intencionadamente) con 52 bigotes, y el eterno adolescente Fidel Castro con 89. Todas estas provectas realidades conforman una alineación capaz de competir de tú a tú con el Coro de los Jóvenes Cantores de Viena, si no en soprano o tiple, sí en gravedad. Y de Rivera que les voy a decir a ustedes dos que no sepan; es tan joven, Alberto el joven, que vino al mundo político presentándose desnudo «como un lechoncillo», que diría Jason Robards en la inolvidable película «La Balada de Cable Hogue», otra parábola sobre lo viejo y lo nuevo filmada por un melancólico Sam Peckinpah.

Recordemos, por si la memoria nos falla, que la jovencísima y populista política practicada por Cristina Kirchner, el cambio más revolucionario en Latinoamérica junto con al chavismo venezolano de Maduro, tras perder estas últimas elecciones y en un gesto de democracia y educación sin precedentes, se ha llevado de la Casa Rosada hasta la cuenta de twitter, y cuando su sucesor Macri en democráticas elecciones llegó a la Casa Rosada se la ha encentrado prácticamente desvalijada: han desaparecido ordenadores, cuadros, televisores, cámaras frigoríficas, teléfonos y hasta las cafeteras, todo un símbolo de la joven generación política del kirchnerismo. No mucho mejor que han dejado Argentina. Y el otro ejemplo que algunos jóvenes emergentes de aquí siempre han admirado y asesorado de allí, la Venezuela de Chávez, tras la abrumadora derrota de las pasadas elecciones, acusa a la oposición ganadora, por boca de Maduro, de un golpe de estado electoral continuado poniendo en marcha un sibilino contrapoder -¿o golpe encubierto?- llamado Parlamento Comunal, una asamblea de legisladores amigos a mayor gloria de la «revolución bolivariana» pendiente que camina no por las sendas democráticas homologables, sino hacia el Estado comunal. Esas son las jóvenes políticas.

Si me permiten la cita, el genial Marcel Duchamp, el «no pintor» y gran jugador de ajedrez, le confesaba a su amigo el crítico y escritor Pierre Cabanne en 1966 -dos años antes de su muerte- en el libro Conversaciones con Marcel Duchamp, una de esa boutade tan propias del artista «creo que un cuadro al cabo de unos años muere como el hombre que lo hizo; luego se llama historia del arte». Pocos años antes, en un bar de Cadaqués, un educadísimo anciano invitó a un joven universitario a jugar una partida de ajedrez. El joven era un buen aficionado pero fue arrasado por su rival. El viejo era Duchamp y el joven se llamaba Alejo Vidal-Quadras.